Y deciros que Paul habría estado muy contento al veros a todos aquí . Paul solía decir que en las páginas de un libro se tocan dos estados conscientes. Incidía en la intimidad creada entre el lector y el escritor y el hecho de que cada lector es un coinventor del texto. Los libros son, vistos así, una tecnología de fantasmas: los muertos hablándoles a los vivos. Es raro cuando te paras a pensarlo, que todas esas Puede que el escritor o la escritora hayan muerto pero sus palabras les reviven en el lector. Tras la muerte de Paul, un buen número de personas me dijeron –con la mejor de las intenciones– que el seguía vivo en su obra. Y es verdad y me consuela, pero no cambia el duelo ni un ápice para aquellos que amamos a Paul, porque sus libros no son un sustituto de la persona viva.
Hace muchos años, le dije a Paul que no quería ser una viuda literaria. Para mí, ese término evocaba la figura levemente ridícula de una mujer entregada en vaga servidumbre al legado del gran hombre. Por entonces la muerte de Paul era una abstracción, un viaje imaginario a un posible futuro. A principios de abril, cuando Paul y yo ya sabíamos que se estaba muriendo, también sabíamos que yo sería la albacea de su legado literario también sabíamos que defendería su obra. Como viuda de Paul, su albacea y compañera escritora; antes y por mucho tiempo su editora doméstica, como él era el mío; y su ‘Lebensmensch’, una palabra alemana que significa ‘persona de vida’, una palabra que no es común ni siquiera en alemán, como he descubierto. y que llegó a mí vía una carta de condolencia que me mandó una doctora, Julia, a la que conocí en Tubingen. Es una palabra hermosa y dado que ‘persona de vida’ no tiene un significado per se en inglés, la he adoptado. Yo era su ‘Lebensmensch’ y Paul era el mío.
Casi todos sus libros en prosa se escribieron durante los 43 años que vivimos juntos. Cuando nos conocimos, Paul estaba trabajando en la segunda parte de ‘La invención de la soledad’. Y después de que nos fuésemos a vivir juntos en Brooklyn, se embarcó en su ‘Trilogía de Nueva York’. 18 editores rechazaron ‘Ciudad de cristal’ [el primer volumen de la trilogía], publicado al final por un pequeño sello en California en 1985. Como todos los presentes saben, la trilogía hizo famoso a Paul, no famoso nivel Taylor Swift, pero bastante famoso para un escritor. Tanto que, en vida, le pusieron su nombre a una calle en algún lugar en las afueras de París, y a un sandwich en un restaurante en Los Ángeles. Lo bastante famoso para embelesar a sus adorables pero pavorosamente insistentes fans en Buenos Aires o París. Para tener una Piedra de Paul Auster en le camino de los famosos del Botánico de Brooklyn. Y lo bastante famoso para quejárseme, y esto únicamente el pasado año: “Al menos tus fans han leído de verdad tus libros”.
La idolatría es una cosa, la escritura es otra. Aunque en el mundo angloparlante, Paul Auster se convirtió en sinónimo de posmodernismo –un cajón de sastre que nunca me gustó–, sus obras se tradujeron a más de 40 idiomas y son celebradas en todo el mundo porque sus historias se sienten muy dentro y penetran el misterio de lo que llamamos vivir. Aunque el lector resida en los Estados Unidos, en Alemania, en México, en España, en Turquía, en Egipto o en Japón, la necesidad de encajonar a la gente en categorías y tratarles como cosas estáticas parece que nunca desaparece del todo. El género, la raza, la clase social son cajones familiares y a menudo crueles en nuestra sociedad. Pero el encasillamiento también sucede en las artes. Y por las mismas razones, la ambigüedad, los matices y la complejidad se perciben como amenazas para el orden y las convenciones.
El trabajo de Paul inspiraba adoración, pero también furia, sobre todo en nuestro país. Todavía me asombra hasta qué punto puede enfadarse alguien por una novela. Un crítico estadounidense escribió una vez: “Paul Auster no cree en los valores literarios tradicionales”. Si nos fijamos en la historia moderna de la Literaturas, desde los mitos y cuentos de hadas hasta el Dadá y el Fan Fiction, una se pregunta qué narices pueden ser esos “valores tradicionales”. Le dije a Paul que los ataques pueden verse como halagos, que es mejor eso que ignorarlos y que a menudo son una señal de la pequeñez, envidia, falta de curiosidad y lo intimidado que se siente el crítico. Le dije: “No te gustaría que todo el mundo amase tus libros, ¿verdad, Paul?”. Y él me dijo: “Sí, me gustaría”.
La obra de Paul, dependiendo de cómo la enumeres, abarca más de 30 libros que no pueden ser etiquetados como posmodernismo o con ninguna otra etiqueta. Un escritor con quién tuve un diálogo intenso y constante durante 43 años, un toma y daca que nos influyó y nos cambió a ambos, y cuyos libros leía tan atentamente como hacía él con los míos. Era profundamente ético, astuto en lo político, de una enorme amabilidad y una genuina buena persona y, como pasa con la mayor parte de los grandes escritores, gran parte de sus trabajo se generaba en lugares subconscientes. Cuando estaba escribiendo su última novela, ‘Baumgartner’, me leía el libro en voz alta capítulo a capítulo y antes y después de cada una de esas lecturas, repetía una y otra vez: “no tengo ni idea de qué estoy haciendo. Ninguna”. A veces los libros saben más que el propio escritor. Le dije que no importaba, que debería seguir. Es una hermosa novela y aunque se lee fácilmente, de forma inevitable, su estructura es, de hecho, enormemente complicada. Ya estaba enfermo cuando la terminó.
Y el final del libro es ambiguo: ¿está nuestro héroe vivo o muerto? Además de las insinuaciones sobre su propia mortalidad, Paul escribió mi duelo por adelantado. Creo que sabía sin saberlo, que yo me convertiría en Baumgartner. Paul estaba satisfecho con su obra vital tras ‘4 3 2 1’ y ‘La llama inmortal de Stephen Crane’, esos grandes y extraordinarios logros de sus últimos años. Seguidos con su ensayo sobre la violencia armada, una colaboración con nuestro yerno, Spencer Ostrander [también presente en el homenaje], y ‘Baumgartner’. A Paul nunca le costó escribir otro libro durante la mayor parte de nuestro tiempo juntos. Mientras escribía un libro, siempre tenía otro más, a veces otros dos más. Siempre estaba imaginando activamente el futuro. Y eso se acabó. Al final, terminó por venirle una idea y me dijo que se había dado cuenta de que ya había escrito ese libro.
Paul no quería morir, pero creo que esa sensación de plenitud le ayudó a morir. Bueno, rechazó los cuidados paliativos para su cáncer. Escogió la biblioteca de nuestra casa como la habitación en la que quería morir. Sophie, Spencer, nuestro nieto de por entonces cuatro meses, Miles, mis tres hermanas, nuestra asistenta durante muchos años, Andria, la enfermera del hospital y yo estuvimos junto a él. Durante las semanas y los días previos a su muerte, recibió a los amigos que vinieron a despedirse. Lo eligió, les contó historias. Se aseguró de que cada persona entendiese lo mucho que su amistad había significado para él. Su calma, su claridad, su valor ante la muerte me pasmó entonces y lo sigue haciendo. Y no, esto no es sentimentalismo. No soy una persona sentimental.
Creo que el sentimentalismo, tal y como se usa hoy día esa palabra, le resta valor a la vida y a la muerte. Camufla en debilidades falsas las verdades que más miedo nos dan. Mucho antes de saber que iba a morir, a Paul le gustaba citar una frase de los cuadernos de notas de Joseph Joubert (había traducido a Joubert al inglés por muy poco dinero). Cita: uno debería morir querido por la gente (si se puede). Fin de la cita. Paul pudo morir querido por la gente, y lo hizo. Fue su último regalo a los que le sobrevivimos. En sus últimos meses de vida, empezó a escribir lo que esperaba que pudiese ser un pequeño librito para la personita que está ahí en la esquina: cartas a Miles. Estoy metiendo las 35 páginas que pudo terminar en unas memorias que estoy escribiendo, Ghost Stories. Es algo que le habría alegrado.
Soy incapaz de contar cuantos periodistas me han preguntado a lo largo de los años, “¿cómo es estar casada con Paul Auster?”. No era una pregunta seria. Su funciona habitual solía ser aegurar que la mujer escritora supiese cuál era su lugar. Y los que la hacían también esperaban detectar señales de envidia, de competición, o de un inminente divorcio por mi parte. Paul y yo les defraudamos, pero tengo que responder a esa pregunta. Es algo que me vino en la última hora de vida de Paul. Él ya no podía hablar, pero aún podía oírme. Y lo que me parecía más importante justo antes de que él muriese fue la diversión. “Oh, dios mío”, le dije, “lo hemos pasado bien, ¿verdad?”. Nos divertíamos tanto juntos.
¿Que cómo era estar casada con Paul Auster?
Era divertido.
Gracias.
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