Hacía cola a la puerta de la Embajada estadounidense de Lagos, mirando al frente sin apenas moverse, con una carpeta de plástico azul bajo el brazo. Era la persona cuarenta y ocho de una cola de casi doscientas que se extendía desde las verjas cerradas de la Embajada estadounidense, pasando por delante de las verjas más pequeñas y cubiertas de enredadera de la Embajada checa. No se fijó en los vendedores de periódicos que tocaban silbatos y te ponían The Guardian, The news y The Vanguard en la cara. Ni en los mendigos que iban de un lado para otro con un plato esmaltado. Ni en las bicicletas de los vendedores de helados que pasaban tocando el timbre. No se abanicó con una revista ni apartó de un manotazo la mosca que le rodeaba la oreja. El hombre que tenía detrás le dio unos golpecitos en la espalda y preguntó:
—¿Tienes cambio, abeg? Dos de diez por uno de veinte.
Y ella lo miró un rato para enfocarlo y recordar dónde estaba antes de sacudir la cabeza.
—No.
El aire estaba cargado de calor húmedo. Pesaba sobre su cabeza, haciéndole aún más difícil mantener la mente vacía, que era lo que el doctor Balogun le había recomendado el día anterior. No había querido recetarle más tranquilizantes porque necesitaba estar despierta para la entrevista del visado. Era muy fácil decirlo, como si ella supiera qué hacer para tener la mente vacía, como si estuviera en su poder hacerlo, como si ella provocara esas imágenes del cuerpo pequeño y rollizo de su hijo Ugonna derrumbándose, la salpicadura en su pecho tan roja que quería regañarlo por jugar con el aceite de palma de la cocina. No es que él pudiera llegar al estante de los aceites y las especias, o desenroscar el tapón de la botella de plástico del aceite de palma. Sólo tenía cuatro años.
El hombre de detrás le dio de nuevo unos golpecitos. Ella se volvió sobresaltada y casi gritó a causa del dolor agudo que le recorrió la espalda. Torcedura muscular, había dicho el doctor Balogun, asombrado de que no tuviera nada más grave después de haberse tirado por el balcón.
—Mira qué está haciendo ese soldado inútil —dijo el hombre.
Ella giró el cuello despacio para mirar hacia el otro lado de la calle. Se había reunido una pequeña multitud. Un soldado azotaba a un hombre con gafas con un látigo largo que se curvaba en el aire antes de aterrizarle en la cara o en el cuello, no estaba segura porque tenía las manos levantadas para protegerse. Vio cómo las gafas se le resbalaban y le caían. Vio el tacón de la bota del soldado aplastar la montura negra, los cristales coloreados.
—Mira cómo suplica la gente al soldado —continuó el hombre a sus espaldas—. Estamos demasiado acostumbrados a suplicar a los soldados.
Ella no dijo nada. Él era perseverante en su amabilidad, a diferencia de la mujer que tenía delante, que había exclamado: «¡Estoy hablando contigo y sólo me miras como un mu-mu!», y desde entonces le hacía el vacío. Tal vez él se preguntaba por qué ella no participaba de la camaradería que se había extendido entre los demás componentes de la cola. Porque todos habían madrugado (los que habían dormido) para llegar a la Embajada estadounidense antes del amanecer; porque todos se habían peleado para ponerse en la cola de los visados, esquivando los látigos de los soldados que los llevaban de un lado para otro; porque todos temían que la Embajada estadounidense decidiera no abrir sus puertas y tener que volver al cabo de dos días, ya que estaba cerrada los miércoles; por todo ello habían hecho amistad. Las mujeres y los hombres con camisa de cuello abotonado intercambiaban periódicos y denuncias del gobierno del general Abacha mientras los jóvenes, con tejanos y savoir-faire, se daban mutuamente consejos sobre cómo responder las preguntas para obtener un visado de estudiante. CONTINUAR LEYENDO
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