[...] las personas, frecuentemente, son víctimas de una curiosa obnubilación. Afirman que el prójimo tiene, sin duda, derecho a ciertos bienes fundamentales, como casa, comida, educación, salud: cosas que nadie que tenga buenos principios admite hoy en día quesean privilegio de las minorías, como ocurre en Brasil. Pero, ¿pensarán que un semejante pobre tiene derecho a leer a Dostoievski o a escuchar los cuartetos de Beethoven? A pesar de la buena disposición que muestran hacia el prójimo, tal vez esto ni se les pase por la cabeza. Y no por mal, sino solamente porque cuando enumeran sus propios derechos no los hacen extensibles al semejante en su totalidad. Ahora bien, el esfuerzo para hacer partícipe al semejante del mismo elenco de bienes que reivindicamos para nosotros mismos está en la base de la reflexión sobre los derechos humanos.
[...] Por eso, la lucha por los derechos humanos presupone la consideración de tales problemas y, para entrar directamente en el tema, yo recordaría aquí que son bienes incompresibles no sólo los que aseguran la supervivencia física en niveles decentes, sino los que garantizan la integridad espiritual. Son incompresibles, por cierto, la alimentación, la vivienda, el vestido, la instrucción, la salud, la libertad individual, el amparo de la justicia pública, la resistencia a la opresión, etc.; y también el derecho a la religión, a la opinión, al descanso y, por qué no, al arte y a la literatura.
[...] Daré el nombre de literatura, en un
sentido lo más amplio posible, a las creaciones de toque poético, ficcional o
dramático de todos los niveles de una sociedad, de todos los tipos de cultura, desde
lo que llamamos folclore, leyenda, chiste, hasta las formas más complejas y
difíciles de la producción escrita de las grandes civilizaciones.
Vista de este modo, la literatura se presenta
claramente como la manifestación universal de todos los hombres en todos los
tiempos. No hay pueblo y no hay hombre que pueda vivir sin ella, es decir, sin la posibilidad de entrar en contacto con algún tipo de fabulación. Así como todos soñamos todas las noches, nadie es capaz de pasar las veinticuatro horas del día sin tener algún momento de entrega al universo fabulesco. Durante las horas de descanso el sueño asegura la presencia indispensable de este universo, independientemente de nuestra voluntad. Y durante la vigilia la
creación ficcional o poética, que es el resorte de la literatura en todos sus
niveles y modalidades, está presente en cada uno de nosotros, seamos
analfabetos o eruditos, en la forma de anécdotas, historietas, noticias policiales,
cuentos y canciones populares. Ella se manifiesta tanto en el devaneo
sentimental o económico que tenemos mientras viajamos en autobús como en la
atención prestada en la telenovela o en la lectura de una novela.
[...] Con relación a estas dos caras de la
literatura, es conveniente recordar que ella no constituye una experiencia
inofensiva, sino una aventura que puede causar problemas psíquicos y morales,
como ocurre con la propia vida, de la cual es imagen y transfiguración. Esto
significa que juega un papel formador de la personalidad, pero no de
acuerdo con las convenciones sino, sobre todo, de acuerdo con la fuerza
indiscriminada y poderosa de la propia realidad. Por eso, en manos del lector, el libro puede ser factor de
perturbación e, inclusive, de riesgo. Y de este hecho deriva la
ambivalencia de la sociedad frente a él, pues, a veces, cuando transmite
nociones o hace sugerencias que a la visión convencional le gustaría
proscribir, suscita condenas. En el ámbito de la instrucción escolar el
libro llega a generar conflictos, porque su efecto trasciende las normas establecidas.
Hace más de quince años, en una
conferencia realizada en el marco de una reunión de la Sociedade Brasileira
para o Progresso da Ciencia sobre el papel de la literatura en
la formación del hombre, destaqué, entre otras cosas, los aspectos
paradójicos de este papel, en la medida en que los educadores preconizan y, al
mismo tiempo, temen el efecto de los textos literarios. De hecho -decía en
aquella oportunidad- existe “un conflicto entre la idea convencional de una
literatura que eleva y edifica (según los padrones oficiales)
y su poderosa fuerza indiscriminada de iniciación en la vida, que se manifiesta en una complejidad variada que los
educadores no siempre desean. La literatura, por lo tanto, ni corrompe
ni edifica, sino que, al traer
libremente en sí misma lo que llamamos el bien y lo que llamamos el
mal, humaniza en sentido profundo, pues hace vivir”.
[...] Digamos, entonces, algo con respecto a las
producciones literarias en las cuales el autor desea expresamente tomar
posición frente a los problemas. De este deseo resulta una literatura comprometida,
que parte de posiciones éticas, políticas, religiosas o, simplemente,
convicciones y desea expresarlas o parte de cierta visión de la realidad y la
manifiesta con tono crítico. De todo esto puede derivarse un peligro: afirmar
que la literatura sólo alcanza su verdadera función cuando es de este tipo.
Para la Iglesia Católica, durante mucho tiempo, la “buena literatura” era la que
mostraba la verdad de su doctrina, premiando a la virtud y castigando el
pecado. Para el régimen soviético, la literatura auténtica era la que describía
las luchas del pueblo, cantaba la construcción del socialismo o celebraba a la
clase obrera. Son posiciones fallidas y perjudiciales para la verdadera
producción literaria, porque tienen como presupuesto que ésta se justifica mediante
finalidades ajenas al plano estético, que, en realidad, es el decisivo. De
hecho, sabemos que en literatura un mensaje ético, político, religioso o, en un
sentido más amplio, social sólo resulta eficiente cuando se lo reduce a
estructura literaria, a forma ordenadora. Tales mensajes son válidos como
cualquier otro y no pueden proscribirse, pero su validez depende de la forma que
les da existencia en tanto objetos de un cierto tipo.
[...] La organización de la sociedad puede
limitar o ampliar el goce de este bien humanizador. Lo que resulta grave en una
sociedad como la brasileña es que ella mantiene con el máximo rigor la
estratificación de las posibilidades, tratando muchos bienes materiales y
espirituales que son incompresibles como si fueran compresibles. En nuestra
sociedad el goce de la literatura está supeditado a una cuestión de clases, en
la medida en que el hombre del pueblo está prácticamente
privado de la posibilidad de conocer y aprovechar la lectura de Machado de
Assis o de Mario de Andrade. Para él, lo que resta es la literatura de
masas, el folclore, la sabiduría espontánea, la canción popular, el proverbio.
Estas modalidades son importantes y nobles, pero es grave considerarlas
suficientes para la gran mayoría que, debido a la pobreza y la ignorancia, está
imposibilitada de tener acceso a las obras cultas.
[---] A partir de 1934 y del famoso Congreso de
Escritores de Karkov, se generalizó la cuestiónde la “literatura proletaria” -que
venía debatiéndose desde la victoria de la Revolución Rusa- y hubo una especie
de convocatoria universal en pro de la producción socialmente comprometida. Uno
de los argumentos utilizados sostenía la necesidad de ofrecer al pueblo un tipo
de literatura que realmente le interesase, porque trataba sus problemas desde
un ángulo progresista. En esa ocasión, un escritor francés bastante
comprometido, aunque no sectario, Jean Guehenno, publicó en la revista Europe algunos artículos en los que
relata una experiencia simple: le dio a leer a gente modesta, de poca
instrucción, novelas populistas, con una posición ideológica comprometida con el trabajador y el pobre; pero no obtuvo muestras
del menor interés por parte de las personas a las que se dirigió.
Entonces, les dio libros de Balzac, Stendhal, Flaubert, que las fascinaron. Guehenno
quería mostrar con esto que la buena literatura tiene alcance universal
y que, si llegara al pueblo, sería debidamente acogida.
Por ese lado mostraba el efecto mutilador
de la segregación cultural por clases. Aún
hoy recuerdo haber oído en los años cuarenta que el escritor y pensador
portugués Agostinho da Silva promovió cursos nocturnos para operarios,
en los que comentaba textos de filósofos como Platón, que despertaron mucho
interés y fueron debidamente asimilados.
[...] El
Fausto, el Quijote, Os lusiadas, Machado de Assis pueden ser objeto de
goce en todos los niveles y serían factores inestimables de afinación personal,
si nuestra injusta sociedad no segregase los sectores, impidiendo la difusión
de los productos de la alta cultura y confinando al pueblo solamente a una parte de la cultura, la llamada cultura popular.
En este plano, Brasil se distingue por el alto grado de iniquidad, pues,
como se sabe, tenemos, por un lado, los más altos niveles de instrucción y de
erudición y, por el otro, la masa de despojados -que predomina numéricamente-
sin acceso a esos bienes, y, lo que es peor, sin acceso a los propios bienes materiales
para la supervivencia.
En este contexto, resulta indignante el prejuicio
según el cual las minorías que tienen acceso a las formas refinadas de cultura
son siempre capaces de apreciarlas, lo que no es verdad. A las clases
dominantes, con frecuencia, les falta sensibilidad y real interés por el arte y
la literatura que están a su disposición, y muchos de sus segmentos los
cultivan por mero esnobismo, porque tal o cual autor está de moda,
o porque el hecho de que a uno le guste tal o cual pintor da prestigio.
Los ejemplos que acabamos de ver sobre la conmovedora avidez con que los pobres
e incluso los analfabetos reciben los bienes culturales más altos muestran que
lo que existe es un verdadero despojo, una real privación de los bienes
espirituales que les hacen falta y que deberían estar a su alcance como un
derecho.
[...] Por lo
tanto, la lucha por los derechos humanos comprende la lucha por un estado de
cosas en el cual todos puedan tener acceso a los diferentes niveles de cultura.
La distinción entre cultura popular y cultura alta no debe servir para
justificar y mantener una separación injusta, como si desde el punto de vista
cultural la sociedad estuviese dividida en esferas incomunicadas, dando lugar a
dos tipos de goces literarios sin comunicación. Una sociedad justa
presupone el respeto de los derechos humanos; y el goce del arte y
de la literatura, en todas las modalidades y en todos los niveles,
constituye un derecho inalienable.
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