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En la imagen central, el Club de Lectura Ágora, de las bibliotecas municipales de A Coruña |
“Estaba harta de relacionarme solo con los pucheros mientras mi marido y mis hijos hacían su vida”. “Al principio me daba cargo de conciencia sentarme en una silla a leer un libro en vez de coser, planchar o limpiar”. “Nunca he tenido costumbre de leer, pero hace poco empecé a preparar el Graduado Escolar y decidí apuntarme a este taller para aprender a concentrarme en la lectura”. Así se expresaban, en un reportaje de El País a principios de los 90, algunas de las mujeres que participaban en una iniciativa que podría considerarse precursora de los actuales clubes de lectura.
Vayamos al año 1985. El Ministerio de Educación y Ciencia manejaba datos preocupantes. Con cálculos basados en el currículo escolar completado por los españoles, y siguiendo definiciones de la Unesco, podemos imaginar que al Gobierno le inquietaba que un 25,3% de la población pudiera ser analfabeta funcional, es decir, incapaz de valerse de “la lectura, la escritura y la aritmética al servicio de su propio desarrollo y el de la comunidad”. En las encuestas que analizaba aquel primer gabinete socialista, algunos números hablaban de una complicada relación de la ciudadanía con leer. Como que el español gastaba más dinero al año en tabaco que en libros, periódicos y revistas. O que el porcentaje de personas a las que les gustaría tener más tiempo para la lectura era la mitad de los que fantaseaban con más horas al día para sentarse frente al televisor.
Hubo quien, en ese último trimestre del 85, dio un paso adelante. No desde despachos gubernamentales, sino desde el tejido asociativo y las bibliotecas públicas madrileñas, llamadas entonces populares. “Un colectivo de animación sociocultural de mujeres planteó una necesidad basada en que las amas de casa no llegaban a las bibliotecas. Así nacieron los talleres de animación a la lectura”, afirma Marina Navarro, impulsora de aquella iniciativa desde su trabajo en la biblioteca de Moratalaz. Ese barrio y los de Canillejas, Hortaleza y Pan Bendito fueron los cuatro primeros que gozaron de unos talleres que después se extenderían a Aluche, Orcasitas o Usera y zonas más céntricas como Chamberí o Retiro. El lema del proyecto evidencia la conciencia social con la que nació: “Leer no cuesta dinero”.
“Se celebraban una vez a la semana y eran cinco sesiones. Primero para mujeres, pero más tarde para hombres, aunque apenas se apuntaban. Se proponían libros variados que tuvieran que ver con sus intereses. Si alguien no se había podido leer el libro entero, podía hablar de la parte que sí. Para que todas las personas tuvieran el material se creó un banco de libros: se compraban 30 ejemplares de cada título que rotaban entre las distintas bibliotecas. Empezamos con El hombrecito vestido de gris, de Fernando Alonso, que era de niños pero tenía que ver con los tiempos de ese color”, recuerda Navarro.
Las asistentes leyeron y comentaron obras de Antonio Buero Vallejo, Miguel Delibes, Emily Dickinson, Ana Diosdado, León Felipe, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Mercè Rodoreda o Virginia Woolf. Josefina Rodríguez Aldecoa, José Luis Sampedro y Gloria Fuertes llegaron a visitar y participar en los talleres. “Gloria Fuertes fue de las escritoras que más me impresionó en persona. Era directa y sus poesías conmovían y hablaban, por ejemplo, de sexualidad, que no era uno de los temas que más se verbalizasen en la época”, mantiene Navarro. CONTINUAR LEYENDO
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