—¿Nos sentamos en este? —pregunta el Viejo.
—Mejor aquél. Tiene más sombra.
Por más que nadie intenta arrebatárselo, Gustavo se cree obligado a correr para asegurarse el usufructo del banco. El padre llega después, sin apuro, con el saco en el brazo.
—Se respira bien en este rinconcito—dice, y para demostrarlo resopla ostensiblemente. Luego se acomoda, saca la tabaquera y arma un cigarrillo entre las piernas abiertas.
A las diez de la mañana de un miércoles, el Prado está tranquilo. Tranquilo y desierto. Hay momentos tan calmos que el ruido más cercano es el galope metálico de un tranvía de Millán. Luego un viento cordial hace cabecear dos pinos gemelos y arrastra algunas hojas sobre el césped soleado. Nada más.
—¿Cuándo empezás a trabajar?
—Mañana.
El padre humedece la hojilla y sonríe para sí mismo, distraído.
—Si estuvieras siempre en casa… como estos días…
—¿Te gustaría estar con el Viejo, eh?
Gustavo recoge como un premio el tono de camaradería. Una bocanada de ternura lo obliga a decir algo, cualquier cosa.
—¿Qué hacés en la oficina?
—Y… trabajo.
—Pero… ¿en qué trabajás?
—Informo expedientes, firmo resoluciones.
Por un instante, Gustavo imagina a su padre trepado en un alto pupitre, firmando resoluciones, informando expedientes, todos voluminosos como la Historia Sagrada. Pero en seguida acomoda la imagen en su modesta realidad.
—Entonces… ¿sos un jefe?
—Claro.
El muchacho se echa hacia atrás, con las manos en la cintura, recorriendo posesivamente el cinturón de elástico azul. A menudo el Viejo le trae regalitos. Siempre adivina cuál es la menudencia que él desea con máximo fervor.
—Cuando pase el examen de ingreso, podría entrar en tu oficina.
El padre ríe, complacido.
—Estás loco. A tu edad no se puede. Y además, yo quiero que estudies.
El Viejo mira los pinos gemelos y echa humo por la nariz. Gustavo sabe con absoluta precisión qué se espera de él.
—¿Qué materia te gusta más?
—Historia.
Mentira. Le gustan las cuentas. Pero confesarlo equivale a seguir arquitectura. O ingeniería, como le pasó al hermano del Tito.
—No hay ninguna carrera que se base en la historia.
—Por eso mismo… lo mejor será que me emplee en tu oficina.
El padre suelta una carcajada. Evidentemente está encantado con la maniobra.
—Así que historia, ¿eh…? Si no supiera que multiplicás y dividís como una maquinita…
Gustavo se pone colorado. No le hace gracia el elogio. Él quiere entrar en la oficina, colocarse junto al enorme pupitre del padre, alcanzarle los expedientes para que los autorice y pasar el secante sobre la firma.
—No te recomiendo la oficina —dice el Viejo, que después de muchas maniobras ha conseguido escupir una hebra de tabaco. CONTINUAR LEYENDO
-"No es posible crecer en la intolerancia. El educador coherentemente progresista sabe que estar demasiado seguro de sus certezas puede conducirlo a considerar que fuera de ellas no hay salvación. El intolerante es autoritario y mesiánico. Por eso mismo en nada ayuda al desarrollo de la democracia." (Paulo Freire). - "Las razones no se transmiten, se engendran, por cooperación, en el diálogo." (Antonio Machado). - “La ética no se dice, la ética se muestra”. (Wittgenstein)
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domingo, 20 de abril de 2025
"AQUÍ SE RESPIRA BIEN". Un cuento de Mario Benedetti
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