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miércoles, 14 de mayo de 2025

"NAVIDAD". Un cuento de Vladimir Nabokov en el que el tema central es el recuerdo de un hijo que ha muerto.

Sleptsov regresó del pueblo caminando a través de las nieves que lo empañaban todo y, al llegar a su mansión campestre, se refugió en un rincón, sentado en una butaca de terciopelo que no recordaba haber utilizado con anterioridad. Es el tipo de cosa que sucede después de una gran calamidad. Y no es tu hermano, sino alguien a quien apenas conoces, un vecino que vive en la granja contigua y a quien nunca has concedido demasiada atención, alguien con quien habitualmente apenas intercambias una palabra, quien te conforta con sus palabras sabias y amables, y es él quien te alcanza el sombrero que se te ha caído una vez que ha terminado el funeral, y tú estás roto de dolor, con los dientes que te castañetean y los ojos cegados por el llanto. Lo mismo pasa con los objetos inanimados. Cualquier habitación, incluso la más absurdamente pequeña y acogedora, aquellos aposentos que nunca se habitan ni se utilizan en un ala perdida de la casa de campo, pueden albergar un rincón deshabitado. Y un rincón así era el que ahora albergaba a Sleptsov.
El ala se conectaba, a través de una terraza o galería de madera, obstruida ahora por la nieve acumulada de nuestra Rusia del norte, con la vivienda principal que sólo se utilizaba en verano. No había necesidad de despertarla, de calentarla: el amo había venido de San Petersburgo a pasar sólo un par de días y se había instalado en el anexo, donde bastaba con poner en marcha las estufas blancas de porcelana danesa.
El amo se quedó sentado en su rincón, en aquella butaca de terciopelo, como si estuviera en la sala de espera de la consulta de un médico. La habitación flotaba en la oscuridad; el denso azul de las primeras horas del crepúsculo se filtraba a través de las láminas de cristal de escarcha del paño de la ventana. Ivan, el criado silencioso y corpulento, que se había quitado el bigote no hacía mucho y que ahora se parecía bastante a su padre, el mayordomo de la familia, ya fallecido, trajo un quinqué de gas, dispuesto como es debido y rebosante de luz. Lo depositó en una mesa pequeña y silenciosamente lo introdujo en su pantalla de seda rosa. Un espejo ligeramente inclinado reflejó por un instante su cabello gris y el dorso de su cabeza. Luego se retiró y la puerta se cerró con un crujido suave.
Sleptsov alzó la mano, que tenía apoyada en la rodilla, y se dispuso a examinarla lentamente. La cera de la vela se había derramado y una gota se le había quedado pegada endurecida entre los pliegues de dos dedos. Extendió los dedos y la pequeña escama blanca se desprendió con un chasquido apagado. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 4 de mayo de 2025

"SIGNOS Y SÍMBOLOS". Un cuento de Vladimir Nabokov en el que refleja la enfermedad mental y su entorno.


"Por cuarta vez en cuatro años se enfrentaban al dilema de qué regalo de cumpleaños llevar a un joven de juicio incurablemente perturbado. No tenía deseos. Para él, los objetos manufacturados por el hombre eran o bien colmenas del mal, vibrantes de maléfica actividad que solo él era capaz de advertir, o vulgares consuelos sin utilidad alguna en el mundo de abstracción total en el que residía. Tras eliminar una serie de artículos que hubieran podido ofenderle o asustarle (cualquier cosa que se pareciera a un aparato, por ejemplo, la consideraba tabú), sus padres eligieron una fruslería delicada e inocente: una cesta con diez mermeladas diferentes en diez jarritas asimismo diferentes.

Cuando nació, llevaban ya casados un buen número de años; habían transcurridos veinte años desde entonces, y ahora eran ya bastante maduros. Con todo, ella había puesto todo cuidado en arreglarse su pelo cano. Llevaba siempre vestidos baratos, negros. A diferencia de otras mujeres de su edad (como la señora Sol, su vecina de al lado, cuyo rostro era una pura pintura rosa y malva, siempre protegido por un sombrero que era un racimo de flores silvestres), ella presentaba a la exigente luz de primavera un cutis blanco y completamente natural y un rostro absolutamente desnudo. Su marido, que en su país de origen había sido un hombre de negocios próspero, dependía ahora por completo de su hermano Isaac, un verdadero americano desde hacía cuarenta años. Lo veían muy poco y le habían bautizado con el apodo de El Príncipe.

Aquel viernes por la tarde todo resultó mal. Hubo un fallo en la corriente eléctrica del metro entre dos estaciones, y durante un cuarto de hora todo lo que oyeron los viajeros fue el sumiso latido de sus corazones y el crujido de las hojas de periódico. Luego tuvieron que esperar mucho tiempo al autobús que debía conducirles en la segunda etapa de su trayecto, y cuando por fin llegó, estaba atestado de escolares ruidosos. Llovía a cántaros por el camino pardo que hubieron de recorrer hasta llegar a la puerta del sanatorio. Al llegar allí tuvieron que esperar de nuevo; y finalmente, quien apareció ante su vista, en lugar de su hijo, como era costumbre, arrastrando lentamente los pies (con su pobre cara toda cubierta de acné, mal afeitado, taciturno y confuso ), fue una enfermera que ya conocían y por la que no sentían simpatía alguna, quien les explicó finalmente con todo lujo de detalles que su hijo había intentado quitarse de nuevo la vida. Ya se encontraba bien, dijo, pero una visita podría confundirle. El lugar tenía tan poco personal, las cosas se extraviaban o se traspapelaban tan fácilmente, que decidieron no dejar su regalo en la oficina sino llevárselo para traerlo consigo en la próxima visita. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 10 de abril de 2020

Lolita es Nabokov, un artículo de Monika Zgustova publicado en El País el 7 DIC 2019 .


El escritor ruso sufrió de niño las atenciones abusivas de su tío Ruka. Su novela cumbre deja claro para quien sepa leer que rechazaba al indigno seductor de menores y que la protagonista es una víctima


Los padres de Vladimir Nabokov solían veranear en Vyra, en una mansión con un gran jardín en los alrededores de San Petersburgo. Tras uno de esos almuerzos tardíos, largos y abundantes, tan característicos de los gustos de los rusos adinerados antes de la revolución, los anfitriones y los huéspedes salieron a tomar el café en la terraza. A Vladimir, que en aquella primavera de 1907 tenía ocho años, lo retuvo su tío Vasili Rukavíshnikov, diplomático, oRuka, según le llamaban sus compañeros de trabajo en las embajadas. Ruka, que en ruso significa “mano”, fue el apodo que arraigó también en la familia. Cuando los comensales salieron a la terraza, el tío propuso al muchacho que ellos dos permanecieran solos en el comedor inundado de sol.

Sentó al niño en su regazo y lo acarició suavemente susurrándole al oído palabras juguetonas y traviesas; el pequeño Vladimir sintió bochorno. Quedó aliviado cuando su padre entró en el comedor procedente de la terraza. Vladimir se dio cuenta de que el padre estaba molesto con su cuñado cuando le reclamó con severidad que saliera con los demás a la terraza. Al chico lo mandó a su habitación.

El tío Ruka era aristócrata y homosexual, un diplomático acomodado y refinado al estilo de Charlus, uno de los protagonistas de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Se trataba de un hombre esmeradamente elegante que en la solapa del abrigo gris perla llevaba siempre un clavel violeta y al que le gustaba recitar en voz alta poemas que él mismo había escrito en francés. Aquella misma noche el tío se presentó en la habitación del pequeño Vladimir. Pidió al muchacho que le enseñara su colección de mariposas y mientras la contemplaban juntos, el tío le hacía cosquillas en la cara con su bigote sedoso y prosiguió con sus caricias y un toqueteo cada vez más atrevido. Esos encuentros eran agradables y desagradables, tentadores y repugnantes a la vez. Duraron unos cuatro años.

Desde que se publicó Lolita, los lectores en el mundo entero se preguntaron quién es la misteriosa niña, en quién o qué experiencia se había basado Nabokov para concebir su personaje. Mientras me documentaba para mi novela Un revólver para salir de noche hallé las pruebas, en las que parece que nadie se había percatado antes, acerca del hecho de que Nabokov en su novela describió los abusos cuya víctima había sido él mismo de niño. En el subcapítulo 3 del capítulo tercero de Habla, memoria, Nabokov dice que “cuando yo tenía ocho o nueve años” su tío Ruka “después de comer me sentaba en su regazo” y le susurraba palabras extrañas, mientras que “yo estaba avergonzado por el jugueteo de mi tío”; como hemos dicho, se le quitaba un peso de encima cuando el padre de Nabokov llamaba al tío Ruka a que saliera con los demás: “Basil, on vous attends”. Según Nabokov indica indirectamente pero con suficiente claridad en sus memorias, esos juegos abusivos duraron tres o cuatro años.

Cuando Vladimir tenía 11 o 12 años, según confiesa, un día fue a buscar a su tío a la estación de tren. El tío venía del extranjero para pasar el verano en su finca de Vyra, que lindaba con la residencia de veraneo de los padres de Nabokov. Al verle, Ruka le dijo al muchacho: “¡Qué amarillo y feo te has puesto (vous êtes devenu jaune et laid), pobrecito!”. El día de su 15 cumpleaños, el inmensamente rico tío Ruka le anunció en francés que le había hecho su heredero. Luego le despidió: “Y ahora puedes retirarte, l’audience est finie. Je n’ai plus rien à vous dire”. Algo similar pasa en Lolita: al final de la novela, tras una desesperada búsqueda, el secuestrador Humbert Humbert encuentra a una Lolita crecida, de 17 años, casada y embarazada. Su seductor la encuentra pálida, pecosa y demacrada y le regala una gran suma de dinero para su boda. Sin embargo, Lolita no puede disfrutar de su repentina riqueza porque muere al dar a luz, al igual que Nabokov no pudo gozar de su herencia porque a sus 18 años la revolución rusa provocó la total devaluación del rublo.

Tras sumergirme en la obra nabokoviana, y no solo en sus memorias, vi claro que de niño Vladimir sufrió atenciones abusivas de Vasili Rukavíshnikov, o Ruka, el hermano de su madre, y que el factor que determinó la creación de la novela Lolita fueron las extralimitaciones que había sufrido. A Nabokov le obsesionaba la idea del abuso de los niños. Sobre ello escribió primero El hechicero, novela que más tarde calificó de “la primera palpitación de Lolita”, pero no quedó del todo satisfecho con ella. Después de Lolita volvió al tema de los excesos y abusos en Pálido fuego, entonces hablando claramente de relaciones homosexuales. En los tres casos, Nabokov expresó su contrariedad y rechazo de los excesos cometidos contra los niños.

Es posible que muy pocos, quizá apenas Véra, la esposa del escritor, conocieran ese secreto de él. Véra sabía que a su marido le gustaban tanto las mujeres como las mariposas. Pero, según afirmó Katherine Reese Peebles, con la cual Nabokov mantuvo una relación amorosa cuando era profesor en la Universidad de Cornell, en Estados Unidos, “le gustaban las mujeres y las chicas, pero nunca las niñas”. Además, Véra sabía que para el personaje de Lolita Vladimir recurrió al rapto de la niña Sally Horner, un caso que a finales de los cuarenta sacudía al país. Día tras día Nabokov buscaba en los periódicos americanos nuevas revelaciones sobre las terribles peripecias de Sally en manos de su secuestrador para usarlas en su novela. Sobre el rapto de Sally Horner, la escritora Sarah Weinman ha publicado recientemente su libro La auténtica Lolita.

Las atenciones abusivas del tío Ruka tuvieron como consecuencia también que Nabokov mirara con escepticismo a los homosexuales. Se distanció de su hermano Serguéi a causa de la homosexualidad de éste. Es algo sorprendente porque Nabokov era un hombre muy abierto y en absoluto moralista. Sin embargo, al enterarse de que Serguéi se había portado como un héroe cambió de actitud. Durante la Segunda Guerra Mundial, Serguéi nunca ocultó su desprecio por la Alemania de Hitler y el régimen nazi al que criticaba abiertamente; alguien le delató y Serguéi fue a parar a un campo de concentración nazi donde murió. A posteriori Nabokov se avergonzó de su postura fría hacia su hermano. Y entonces cambió de actitud hacia la homosexualidad en general.

A lo largo de décadas se han escuchado críticas a Lolita desde las sensibilidades feministas. Muchas de ellas no parecen percibir todos los matices de la novela. Como la gran obra de arte que es, Lolita está escrita desde una libertad absoluta y busca reflejar la complejidad de cualquier comportamiento humano. Nabokov nunca pretendió escribir un panfleto, aunque dejó claro entre líneas para quien sepa leer que rechazaba al indigno seductor de menores y que Lolita fue una víctima. Del mismo modo que Nabokov fue una víctima porque Lolita también es él.

Monika Zgustova es escritora; su última novela es Un revólver para salir de noche (Galaxia Gutenberg, 2019).

lunes, 20 de junio de 2016

Entrevista a Brian Boyd: “La biografía es la medida del entusiasmo que siento por alguien”. Por Danil Gascón.

Brian Boyd (Belfast, 1952) es la mayor autoridad en la obra de Vladimir Nabokov. Ha escrito una monumental biografía en dos volúmenes, Los años rusos y Los años americanos (Anagrama). Ha publicado estudios sobre Pálido fuego y Ada o el ardor, y ha editado o coeditado volúmenes de cartas, traducciones y las ediciones de Library of America. Una colección de ensayos, Stalking Nabokov, recoge algunos de sus acercamientos al autor de Lolita. Es editor de Ada Online, que alberga la novela más larga de Nabokov con anotaciones y material suplementario. Boyd, que nos recibe en su casa de Auckland, Nueva Zelanda, también ha publicado obras que estudian la literatura desde el punto de vista de la evolución: On the origin of stories y Why lyrics last. Actualmente está trabajando en una biografía de Karl Popper. Interrumpimos la entrevista dos veces: la primera, cuando va a su estudio para buscar su ejemplar de estudiante de Ada o el ardor, totalmente lleno de notas (y en el que se basa la página web). La segunda, cuando dos palomas se posan frente a la ventana y llama a su mujer para que las vea. Las palomas se quedan ahí el resto de la entrevista.

Fuente: letraslibres.com

martes, 22 de marzo de 2016

Natasha. Un cuento de Vladimir Nabokov

Una joven que vive experiencias místicas. Un padre moribundo encerrado dentro de su memoria. Un barón que recuerda viajes que nunca existieron. Tres personajes que confunden los difusos límites de la realidad.

Natasha

Vladimir Nobokov

En las escaleras Natasha se cruzó con su vecino de la puerta de al lado, el Barón Wolfe. Subía con una leve fatiga las escaleras de madera lavada, acariciando la barandilla y silbando suavemente para sí.

—¿Adónde vas tan deprisa, Natasha?

—A la farmacia a por unas medicinas. Acaba de venir el médico. Mi padre está mejor.

—Buenas noticias.

Natasha, apresurada, con gabardina y sin sombrero, pasó de largo evitando el encuentro en un susurro de telas.

Apoyándose en el pasamanos de la escalera, Wolfe se detuvo a mirarla. Desde su altura le dio tiempo a atisbar el brillo de su peinado adolescente, partido en una raya. Sin dejar de silbar, subió hasta el último piso, arrojó su cartera toda mojada sobre la cama y se fue satisfecho a lavarse y secarse las manos.

Luego, llamó a la puerta del viejo Khrenov. 

Khrenov vivía con su hija en una habitación al otro lado del descansillo. Su hija dormía en un sofá desvencijado cuyos extraños muelles se mecían como si fueran un prado de césped metálico que apuntara bajo la tapicería gastada. El resto del mobiliario era una mesa sin pintar, desordenada y toda cubierta con periódicos de tinta borrosa. El enfermo Khrenov, un anciano enjuto y apergaminado que llevaba un camisón que le llegaba hasta los tobillos, volvió a meterse en la cama —y el crujido de las tablas del suelo dio cuenta de sus pasos apresurados— y llegó a tiempo para cubrirse con la sábana justo en el momento en que la gran cabeza afeitada de Wolfe se asomaba por la puerta.

—Entra, me alegro de verte, pero entra ya.

El anciano respiraba con dificultad; la puerta de la mesilla de noche estaba entreabierta. CONTINUAR LEYENDO

sábado, 5 de marzo de 2016

LA PALABRA. Un enigmático cuento de Vladimir Nabokov

Barrido del valle de la noche por el genio de un viento onírico, me encontré al borde de un camino, bajo un cielo de oro puro y claro, en una tierra montañosa de extraordinaria naturaleza. Sin necesidad de mirar, sentía el brillo, los ángulos y las múltiples facetas de aquellos inmensos mosaicos que constituían las rocas, de los precipicios deslumbrantes, y el destello de innumerables lagos que me miraban como espejos en algún lugar abajo en el valle, tras de mí. Mi alma se vio embargada por un sentido de iridiscencia celestial, de libertad, de grandiosidad: supe que estaba en el Paraíso. Y sin embargo, dentro de esta mi alma terrenal, surgió un único pensamiento mortal como una llama que me traspasara – y con qué celo, con qué tristeza lo preservé del aura de aquella gigantesca belleza que me rodeaba-. Ese único pensamiento, esa llama desnuda de sufrimiento puro, no era sino el pensamiento de mi tierra mortal. Descalzo y sin dinero, al borde de aquel camino de montaña, esperé a los amables y luminosos habitantes del cielo, mientras el viento, como la anticipación de un milagro, jugaba con mi pelo, llenaba las gargantas con un zumbido de cristal, y agitaba las sedas fabulosas de los árboles que florecían entre las rocas que bordeaban el camino. Largos filamentos de todo tipo de hierbas lamían los troncos de los árboles como si fueran lenguas de fuego; grandes flores se rompían abiertas en las ramas brillantes y, como copas volantes que rezumaran luz del sol, planeaban por el aire, exhalando en sus jadeos unos pétalos convexos y translúcidos. Su aroma dulce y húmedo me recordaba todas las cosas maravillosas que había experimentado a lo largo de mi vida. CONTINUAR LEYENDO

martes, 23 de febrero de 2016

EL DUENDE DEL BOSQUE. Un cuento de Vladimir Nabokov.

Yo trataba, pensativo, de encerrar entre mis trazos la silueta vacilante de la sombra circular del tintero. En un cuarto lejano un reloj dio la hora, mientras que yo, soñador como soy, me imaginé que alguien llamaba a mi puerta, suave al principio, luego más y más fuerte. Llamó doce veces y se detuvo expectante.

—Sí, aquí estoy, pase…

El pomo de la puerta crujió tímidamente, la llama de la vela ya gastada se ladeó un tanto, y él entró a saltos desde un rectángulo de sombra, jorobado, gris, cubierto con el polen de la helada noche estrellada.

Conocía su rostro. ¡Lo conocía desde tanto tiempo atrás!

Su ojo derecho seguía en la sombra, pero el izquierdo me escrutaba temerosamente, alargado, verde humo. ¡La pupila brillaba como si estuviera oxidada… aquel mechón gris de musgo de su sien, la ceja de pálida plata apenas visible, la cómica arruga junto a su boca sin bigote —todo ello intrigaba y molestaba un punto a mi memoria!

Me levanté. Él dio un paso adelante.

Su abriguito raído estaba abotonado al revés, como los de las mujeres. En la mano llevaba una gorra, no, era un fardo mal atado de color oscuro, y no había la más mínima señal de una gorra…

Sí, claro que lo conocía, incluso le había tenido un cierto aprecio, pero sencillamente no conseguía recordar dónde ni cuándo nos habíamos conocido. Y debíamos habernos visto con frecuencia, de otra manera no tendría aquel firme recuerdo de sus labios de arándano, de aquellas orejas puntiagudas, de aquella nuez tan divertida…

Con un murmullo de bienvenida estreché su fría mano, tan ligera, y luego la posé en el dorso de un sillón raído. Él se encaramó como un cuervo en el tocón de un árbol y empezó a hablar apresuradamente.

—Dan tanto miedo las calles. Por eso vine. Vine a visitarte. ¿Me reconoces? En otros tiempos tú y yo solíamos retozar y jugar juntos durante días enteros. En nuestro viejo país. ¿No me dirás que te has olvidado?

Su voz me cegó, literalmente. Me encontré turbado y aturdido: recordé la felicidad, la felicidad reverberante, interminable, irreemplazable… CONTINUAR LEYENDO