Sleptsov regresó del pueblo caminando a través de las nieves que lo empañaban todo y, al llegar a su mansión campestre, se refugió en un rincón, sentado en una butaca de terciopelo que no recordaba haber utilizado con anterioridad. Es el tipo de cosa que sucede después de una gran calamidad. Y no es tu hermano, sino alguien a quien apenas conoces, un vecino que vive en la granja contigua y a quien nunca has concedido demasiada atención, alguien con quien habitualmente apenas intercambias una palabra, quien te conforta con sus palabras sabias y amables, y es él quien te alcanza el sombrero que se te ha caído una vez que ha terminado el funeral, y tú estás roto de dolor, con los dientes que te castañetean y los ojos cegados por el llanto. Lo mismo pasa con los objetos inanimados. Cualquier habitación, incluso la más absurdamente pequeña y acogedora, aquellos aposentos que nunca se habitan ni se utilizan en un ala perdida de la casa de campo, pueden albergar un rincón deshabitado. Y un rincón así era el que ahora albergaba a Sleptsov.
El ala se conectaba, a través de una terraza o galería de madera, obstruida ahora por la nieve acumulada de nuestra Rusia del norte, con la vivienda principal que sólo se utilizaba en verano. No había necesidad de despertarla, de calentarla: el amo había venido de San Petersburgo a pasar sólo un par de días y se había instalado en el anexo, donde bastaba con poner en marcha las estufas blancas de porcelana danesa.
El amo se quedó sentado en su rincón, en aquella butaca de terciopelo, como si estuviera en la sala de espera de la consulta de un médico. La habitación flotaba en la oscuridad; el denso azul de las primeras horas del crepúsculo se filtraba a través de las láminas de cristal de escarcha del paño de la ventana. Ivan, el criado silencioso y corpulento, que se había quitado el bigote no hacía mucho y que ahora se parecía bastante a su padre, el mayordomo de la familia, ya fallecido, trajo un quinqué de gas, dispuesto como es debido y rebosante de luz. Lo depositó en una mesa pequeña y silenciosamente lo introdujo en su pantalla de seda rosa. Un espejo ligeramente inclinado reflejó por un instante su cabello gris y el dorso de su cabeza. Luego se retiró y la puerta se cerró con un crujido suave.
Sleptsov alzó la mano, que tenía apoyada en la rodilla, y se dispuso a examinarla lentamente. La cera de la vela se había derramado y una gota se le había quedado pegada endurecida entre los pliegues de dos dedos. Extendió los dedos y la pequeña escama blanca se desprendió con un chasquido apagado. CONTINUAR LEYENDO
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