Una joven que vive experiencias místicas. Un padre moribundo encerrado dentro de su memoria. Un barón que recuerda viajes que nunca existieron. Tres personajes que confunden los difusos límites de la realidad.
Natasha
Vladimir Nobokov
En las escaleras Natasha se cruzó con su vecino de la puerta de al lado, el Barón Wolfe. Subía con una leve fatiga las escaleras de madera lavada, acariciando la barandilla y silbando suavemente para sí.
—¿Adónde vas tan deprisa, Natasha?
—A la farmacia a por unas medicinas. Acaba de venir el médico. Mi padre está mejor.
—Buenas noticias.
Natasha, apresurada, con gabardina y sin sombrero, pasó de largo evitando el encuentro en un susurro de telas.
Apoyándose en el pasamanos de la escalera, Wolfe se detuvo a mirarla. Desde su altura le dio tiempo a atisbar el brillo de su peinado adolescente, partido en una raya. Sin dejar de silbar, subió hasta el último piso, arrojó su cartera toda mojada sobre la cama y se fue satisfecho a lavarse y secarse las manos.
Luego, llamó a la puerta del viejo Khrenov.
Khrenov vivía con su hija en una habitación al otro lado del descansillo. Su hija dormía en un sofá desvencijado cuyos extraños muelles se mecían como si fueran un prado de césped metálico que apuntara bajo la tapicería gastada. El resto del mobiliario era una mesa sin pintar, desordenada y toda cubierta con periódicos de tinta borrosa. El enfermo Khrenov, un anciano enjuto y apergaminado que llevaba un camisón que le llegaba hasta los tobillos, volvió a meterse en la cama —y el crujido de las tablas del suelo dio cuenta de sus pasos apresurados— y llegó a tiempo para cubrirse con la sábana justo en el momento en que la gran cabeza afeitada de Wolfe se asomaba por la puerta.
—Entra, me alegro de verte, pero entra ya.
El anciano respiraba con dificultad; la puerta de la mesilla de noche estaba entreabierta. CONTINUAR LEYENDO
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