viernes, 19 de septiembre de 2025

"TRABAJAR CON ÁLBUMES ILUSTRADOS EN EDUCACIÓN INFANTIL Y EDUCAR EN VALORES". Un artículo de Raquel Gutiérrez García y Carmen Álvarez-Álvarez (Universidad de Cantabria) publicado en "Ocnos: revista de estudios sobre lectura", Vol. 24, Nº. 2, 2025

El álbum ilustrado es un género literario específico, formado por texto e imágenes de manera complementaria. El mismo puede constituir un medio válido para acercarse a la lectura en las primeras edades y educar en valores en Educación Infantil. El objetivo de este estudio es conocer los usos que hacende los álbumes ilustrados en su día a día los docentes y su potencial para la educación en valores. Para elaborar este artículo se han realizado entrevistas en profundidad a 22 docentes en ejercicio. Tras el análisisde los datos cualitativos recabados se observa que todos los entrevistados usan el álbum ilustrado y lo consideran un material fundamental en la etapa, exponiendo diferentes formas de utilizarlo (antes, durante y después de la lectura), actividades y dinámicas realizadas, títulos relevantes para educar en valores, posibilidades y dificultades. Las conclusiones refrendan y amplían los resultados de estudios previos en la materia, destacando muy variadas posibilidades de los álbumes en la etapa de Educación Infantil: el género agrada y satisface a docentes y alumnado, permite la educación emocional y en valores y genera dinámicasde aprendizaje variadas y relevantes.

jueves, 18 de septiembre de 2025

"LA NOCHE DEL FÉRETRO". Un cuento de Francisco Tario (México: 1911-1977)

Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el llanto. Se aproximó al empleado y dijo:

—Necesito un féretro.

Oí distintamente su voz ronca y amarga seguida por una tos irritante que, de estar yo dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría.

El empleado dijo:

—Pase usted.

Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco, mirando a diestra y siniestra, como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros que tanto asustan a los hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna.

Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme:

—El cliente es rico, conque tú serás el elegido.

La noche era fría, lluviosa, y soplaba un viento de nieve. No me apetecía, pues, moverme de aquel escondrijo tan tibio, cubiertos mis largos miembros con una suave capita de polvo, y mucho menos aventurarme —Dios sabe con qué rumbo— por esas calles tan húmedas y resbaladizas.

El enlutado seguía tosiendo y examinando uno a uno los féretros. Nos miraba curiosamente, sin aproximarse demasiado, cual si temiera que uno de nosotros, en un momento dado, pudiera abrir la boca y tragarlo. En voz baja, respetando fingidamente el dolor del cliente, iba el empleado elogiando su mercancía, haciendo notar entre otras cosas su sobriedad, duración y comodidad.

De súbito, advertí sobre mi espina un cosquilleo bien conocido: el empleado me quitaba el polvo ceremoniosamente con un cepillo de gruesas cerdas que me produjo risa. Procuré estrecharme contra el muro, observando de soslayo al enlutado. Vi sus ojos tristes, abultados —verdaderos ojos de rana— que repasaban mi cuerpo de arriba abajo. Escuché de nuevo su voz cavernosa:

—El finado es robusto, ¿sabe? 

Fue entonces cuando pensé: 

"Me llevará sin duda". 

En efecto, prorrumpió:

—Creo que me convenga éste.

Ajustaron el precio —en mi concepto, irrisorio— y me trasladaron a un automóvil demasiado fúnebre, con las llantas blancas. La lluvia seguía cayendo en aisladas gotas frías. El cierzo me penetraba a través de los poros, helándome la sangre. Una sombra humana, en el interior del vehículo, sollozaba ahogadamente, llevándose con frecuencia el pañuelo a la boca. Otra, más rígida y grave, con el cuello del capote subido, hacía girar extrañamente el volante... CONTINUAR LEYENDO

miércoles, 17 de septiembre de 2025

"LA ETERNIDAD PREMEDITADA". Un poema del poeta brasileño Lêdo Ivo

 

Esto será la eternidad:
un perenne subir escaleras.

Y siempre estarás al principio de la escalera
aunque todos los días sean peldaños.

Dios ¿por qué hiciste la eternidad?
¿Por qué nos obligas a subir tantas escaleras?


martes, 16 de septiembre de 2025

"ANTIGUOS BECARIOS". Antonio Muñoz Molina, El País 13 SEPT 2025

FRAN PULIDO
Muchos profesores, ingenieros o científicos decisivos en el progreso de España en el último medio siglo han llegado a serlo gracias a las ayudas públicas. Pero hoy peligra el ascensor social

Bastaba una beca para cambiarnos la vida. Hasta muy poco antes, nuestro destino habría más o menos idéntico al de nuestros padres, niños de la guerra que habían abandonado la escuela antes de los 10 años: una escuela, a veces, de las que en mi tierra llamaban “de perra gorda”, porque estaban situadas en portales o camarachones de casas particulares, las de los maestros o maestras sin titulación pero con una buena voluntad de enseñar que podía ser compatible con la palmeta y los castigos en un trastero a oscuras. En la primera escuela a la que yo asistí, y en la que aprendí a leer, a escribir y hacer cuentas, no había pupitres, y las sillas bajas infantiles las había llevado cada uno de su casa. Escribíamos con pizarrín en una pizarra que apoyábamos sobre las rodillas. La maestra fumigaba los asientos para eliminar las pulgas y chinches que se alojaban fácilmente en el trenzado de anea. Para la mayoría de los que llenábamos aquellas aulas de una mezcla de olor a tiza y a sudor infantil, la escuela acabaría al cabo de cinco o seis años como máximo, antes aun en el caso de las niñas. Al cumplir 11 o 12, los varones se iban a ayudar a sus padres en el campo, o a ganar un jornal pobre y necesario como aprendices en talleres o tiendas.

La infancia se acababa muy pronto, y la adolescencia no existía. Casi nadie podía permitírsela. Los chicos se ponían pantalón largo, y en vez del flequillo recto escolar se peinaban con raya, y el mechón hacia atrás les descubría la frente, como a adultos precoces. Algunos empezaban a fumar. Ahora tenían algo de dinero, para frecuentar billares y futbolines, y para comprar cigarros sueltos. Los domingos por la tarde, salían a la calle con zapatos de personas mayores bien lustrados y hacían sonar con algo de jactancia las monedas que llevaban en el bolsillo, y los llaveros innecesarios que se colgaban de la hebilla del cinturón. La vida estaba encaminada de antemano: progresarían de aprendices a oficiales, algunos de los que trabajaban en el campo encontrarían empleos más seguros en alguna pequeña industria, muchos de ellos emigrarían con sus padres a Cataluña, o a Alemania, donde su falta de formación los limitaría siempre a tareas secundarias, aunque mucho mejor pagadas de las que habrían hecho en su tierra. Se echarían novia al cabo de no muchos años, irían al ejército, del que volverían para casarse, establecerse algo mejor, tener hijos. El porvenir de las que fueron niñas y no llegaron a terminar ni la escuela primaria sería aún más estrecho, aunque ellas pugnaran interiormente para no quedarse atrapadas.

Unos pocos, en esa generación, fuimos más afortunados. Algún profesor alentó a nuestros padres para que no nos sacaran tan pronto de la escuela, les informó de que había becas, y de que si sacábamos buenas notas podríamos obtenerlas, y así seguir estudiando sin ser una carga para la familia: el Bachillerato, primero, que entonces empezaba a los 11 años, y quizás tal vez la universidad. En nuestra ciudad se había abierto un instituto público, así que no tendríamos que irnos lejos, a una pensión o un internado. Ahora salíamos por las tardes del instituto y nos encontrábamos con los antiguos amigos de la calle y la escuela, algunos con monos azules de trabajo, con la ropa empolvada de los peones de albañil. Con un sentimiento de deslealtad nos estábamos alejando de ellos.

Y nos alejamos más todavía cuando por fin nos fuimos a la universidad, poniendo tierra por medio, tierra y formas de hablar y de vivir, y de estar en el mundo. Nuestros padres no habían terminado la escuela: nosotros íbamos a tener lo que hasta entonces solo había estado al alcance de los privilegiados, una carrera universitaria. Las becas eran casi siempre escasas, y uno, solo por primera vez en una capital, tenía que ser frugal en su cuarto de pensión, y recurrir de vez en cuando a los paquetes salvadores de embutidos y conservas que nos mandaban nuestras madres. En el alma del becario la necesidad de ser frugal se combinaba con la de estudiar mucho para no bajar la nota, y si tenía inquietudes antifranquistas, con el miedo a ser detenido y a sufrir represalias políticas que podrían costarle la beca, y por lo tanto el frágil porvenir, sobre el que otros socialmente mejor situados no sufrían la menor incertidumbre. Éramos, a la fuerza, estudiosos y apocados, y bastante inseguros. Un mal paso, un golpe de mala suerte, podía devolvernos a las vidas y a los lugares que apenas estábamos dejando atrás.

Fuimos unos pocos, en los años finales de la dictadura y en la Transición: con la democracia, con los primeros gobiernos progresistas, ya vinieron muchos más, y muchas más, sobre todo. El otro día, en una entrevista del periódico, hablaba de nosotros alguien que por su edad también pertenece a aquella oleada, Eva Alcón, presidenta de los rectores de las universidades españolas: “¿Cuánta gente conocemos que fue la primera generación de universitarios de su familia, y gracias a poder ir a una universidad con precios públicos pudo transformarse en médicos, abogados, periodistas?”.

Nos reconocemos sin dificultad, los unos a los otros, hombres y mujeres. Solo gracias a un sistema público de enseñanza y apoyo social tuvimos la oportunidad de desarrollar con suficiente plenitud nuestras mejores facultades, y quizás por eso hay en muchos de nosotros un sentido poderoso del valor de la educación como conquista democrática y de la justicia social. La superstición americana del éxito personal con su grosera división entre ganadores y perdedores —ya hay hasta quien deleita en decir losers— es un contagio reciente al que la mayor parte de nosotros nos sentimos inmunes. Nuestros posibles méritos no habrían cuajado sin un entorno favorable, y sin la ayuda de quienes nos alentaron cuando más falta nos hacía. Y el logro de cada uno es más pleno en la medida en que contribuye al bien común: cuántos profesores, ingenieros, científicos, han llegado a serlo gracias a las becas, y han sido decisivos en el progreso del país en el último medio siglo.

Ahora predominan las cabezas canosas y las jubilaciones inquietas y muy atareadas, y también una cierta melancolía política, que no tiene solo que ver con la edad, ni con los variados espantos que nos trae a todos cada día, sino con el retroceso de aquel empuje igualitario que cambió al mismo tiempo nuestro país y nuestras vidas personales. La profesora Eva Alcón, que sabe de lo que habla, lo explica con toda claridad: “El ascensor social se está perdiendo. Uno tiene beca y no puede seguir estudiando”. En los años setenta, con becas siempre escasas, en Madrid o en Granada, yo podía compartir una habitación en un piso de estudiantes, o en una pensión aseada y austera, en la que gracias a un pequeño suplemento hasta podía ducharme los domingos. Y terminada la carrera no necesitaba otra acreditación que mi título para buscar un trabajo o presentarme a unas oposiciones: nunca habría podido pagarme uno de esos másteres o cursos en el extranjero que ahora acumulan con desesperación los recién licenciados. El dinero vuelve a trazar una tajante frontera social. “Con 3.000 euros de beca, ¿quién estudia en Madrid o Barcelona con una habitación en un piso digna?“, dice Eva Alcón. Es mentira que baste el esfuerzo personal para conseguir la vida que se desea. Sin un grado suficiente de justicia social, la meritocracia es una farsa tan descarada como los privilegios de nacimiento que disfrutan muchos de quienes con más ardor la defienden. Y tan triste como el talento malogrado es aquel que ni siquiera ha tenido la oportunidad de revelarse.

lunes, 15 de septiembre de 2025

"INDIFELIDAD". Un cuento de Silvina Ocampo

Nadie sabía que éramos amigos. Nadie oyó los diálogos, ni vio las miradas que nos sirvieron de vínculo. Nadie sabía que año tras año nos citábamos, a mediados de la primavera, en la glorieta silvestre de las barrancas que daban al río, y que estas entrevistas duraban hasta el fin del otoño, y que año tras año, como sucede en los cuentos y en la vida real, hablábamos de las mismas interminables, íntimas cosas. No faltábamos jamás a las citas. Yo acudía a veces con un sombrero de paja sucio, cuyas alas pintaban sombras en mi cara ovalada; ella, con un reflejo alado en sus ojos parpadeantes. No sé bien de qué hablábamos, pero me aventuro a evocarlo: yo, de un anzuelo con carne cruda en la punta del hilo de una caña de pescar; ella, de un hormiguero importante, con túneles y edificaciones sólidas; yo, de una estatua de terracota y de un avión, y del avión a chorro; ella de las semillas que hay en la basura; yo, de las fornicaciones debajo de los puentes; ella, de los gusanos, de las almendras, de las flores violetas de los paraísos, del estiércol dorado; yo, de los zafiros, de las esmeraldas, de los rubíes del reloj. La muerte no nos separaba. La muerte no interrumpía el coloquio inalterable de nuestras voces. Sin embargo el tiempo pasa, suele pasar a veces.

—No me amas bastante —yo le decía—. A veces tengo que esperarte.

—¿Qué es amar? —me preguntaba.

—Amar es una cosa siempre diferente —le respondía.

—¿Pero qué sabor tiene? ¿Qué hábitos?

—Sabe a miel, a lluvia, a polvo, a barro, cuando llueve. Sus hábitos son múltiples, tan maravillosos como horribles a veces.

—¿De qué te servirá?

—De nada.

—¿Para qué quieres que te ame, entonces?

—Para que podamos hablar.

—¿No hablamos?

—No hacemos otra cosa.

—¿Entonces, te amo?

—Me amas, sin duda me amas.

Cuando llegábamos a proferir estas últimas frases, la noche invariablemente caía y el sueño nos tumbaba en nuestros lechos. A veces soñábamos el uno con el otro. No soñábamos con otras cosas. El sueño no nos separaba, tampoco nos separaba la muerte, ni el trabajo, ni las distracciones, ni la crueldad, ni la familia. Sin embargo el tiempo pasaba y como suele acontecer pasaba junto a la felicidad, rozándola, carcomiéndola como si no hubiera existido. El sombrero de paja cada vez más sucio, amarillento como las hojas encendidas de una fogata, se rompía; la glorieta se resquebrajó en sucesivas tormentas. Yo cambié de vestiduras y de costumbres. Casi podría decirse, de cuerpo. La ingratitud no es necesariamente pura.

Distraído, ya borracho, acudía al Night Club y acariciaba con la punta de los dedos y de las miradas las alas de la amada ausente convertidas en otras alas, los ojos convertidos en otros ojos. ¿Se trataba de un ángel? Una descripción minuciosa nos ayudaría tal vez a descubrirlo. Unos pequeños espejitos en forma de rombos o de triángulos pegados a un tul azul eléctrico relumbraban en las noches; sobre esas capas consecutivas de tul se hallaba un corselete verdoso de terciopelo, cuya suavidad se asemejaba a los pétalos de las rosas; un acerado relámpago de lentejuelas repetidas al infinito, irisaba el contorno del ruedo de esa falda que se plegaba y se desplegaba al viento como dentro del agua las aletas de algunos peces, o algunas plumas de la cola, en abanico, del pavo real. Se trataba del vestido de una mujer, y como ese vestido revestía un cuerpo creía que me había enamorado del cuerpo.

Todo el mundo oyó las palabras que nos decíamos (sólo la infancia mantiene secretos inviolados). Para besarnos, a veces nos demorábamos en los zaguanes, en los corredores, en los ascensores, para ocultar los proyectos que nos decíamos al oído. Todo el mundo sabía que éramos amantes y que nos encerrábamos en los cuartos de una casa amarilla, con las persianas cerradas, para escondernos.

—No me amas bastante —yo le decía—. A veces tengo que esperarte, no compartes mi ansiedad.

—¿Qué es amar?

—No me lo preguntes, el mundo está lleno de trampas. Amar es sufrir, pero también es la felicidad (o se le parece).

—¿Para qué quieres que te ame si amar es sufrir y la felicidad es ilusoria?

—Para que hablemos.

—¿No estamos hablando?

—Sí.

—Entonces, te amo.

Y dejaron de hablar. El vestido estaba sucio, roto, no brillaba en la noche. ¿Dónde estaban sus alas, sus espejitos?

—Un día me olvidaste.

—Nunca te olvidé. Amé tu recuerdo en un vestido —dijeron en la glorieta las dos voces que nadie oyó.

FIN

domingo, 14 de septiembre de 2025

"ME BASTA ASÍ". Un poema de Ángel González



Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría
un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
-de esto sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso-;
entonces,

si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día,
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo, mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando -luego- callas...
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta.)

sábado, 13 de septiembre de 2025

"CIEN AÑOS DE ÁNGEL GONZÁLEZ, poeta y “santo por lo civil”. Sergio C. Fanjul, El País 6 SEPT 2025

En el centenario de su nacimiento, diversos homenajes y publicaciones recuerdan al autor ovetense, conocido por su compromiso cívico, el humor, el amor y la amarga ironía

Ángel González fue un “ciudadano normal” que algunas veces escribía poesía. Él mismo lo dijo, y lo confirma su viuda: “Creo que su natural modestia no permitió jamás que el poeta eclipsara a la persona. Le molestaban aquellos que iban por la vida con la máscara de poeta creyéndose superiores a los demás mortales”, dice Susana Rivera, profesora de Literatura en la Universidad de Nuevo México, donde González enseñaba y ambos se conocieron. Tal vez por eso tuvo el cuidado de escribir una poesía cercana pero comprometida, atravesada por la dificultad de la sencillez (“Es muy difícil escribir claro”, decía), de una profundidad accesible, donde se mezcla la conciencia cívica, el humor, el amor, la ternura y una amarga ironía marca de la casa. Ángel González es uno de esos autores que (como, por ejemplo, Julio Cortázar) generan gran complicidad con el lector. Que caen bien. Que te quieres llevar a casa.

A Ángel González, que pensaba que al porvenir le llamaban así porque no venía nunca, un día se le empezó a “adelgazar el futuro”, como se nos adelgaza a todos. Y tanto se le adelgazó que le llegó la muerte, en 2008, a los 82 años. Pero su futuro continuó, aun sin él: este 6 de septiembre se cumplen cien años de su nacimiento, en aquel Oviedo de 1925, y su figura sigue muy viva, como se demuestra en los numerosos actos y publicaciones por su centenario. Su memoria es como se describió en otros versos: “Un escombro tenaz, que se resiste / a su ruina, que lucha contra el viento”.

Un centenario lleno de cosas. El pasado 22 de marzo, en los alrededores del Día de la Poesía, el Instituto Cervantes homenajeó a González; también lo hizo en julio la Semana Negra de Gijón (donde el poeta instauró una sesión poética a medianoche, que sigue celebrándose, y de la que se conserva un famoso vídeo de González cantando con su amigo Joaquín Sabina), y entre el 14 y el 16 de octubre lo hará la Universidad de Oviedo en un congreso internacional. Publicaciones varias: la antología Eso era amor (Nórdica), con prólogo de Javier Rioyo e ilustraciones de Pablo Auladell, así como la que prepara la editorial Huerga & Fierro, a cargo José Manuel Lucía Mejías. Papeles del Náufrago publicará Soy un fingidor, una colección de sus “autorretratos” poéticos entre 1956 y 2008. Para los más pequeños una antología preparada por Ester Sánchez en el sello asturiano Pintar-Pintar, en colaboración con María Rosa Serdio, especialista en la difusión de la poesía entre los jóvenes, con audios del poeta e ilustraciones de Marina Buxó.

El premio Príncipe de Asturias de las Letras, en 1985, o el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, en 1996, laurearon su carrera ya en el siglo pasado, como el ingreso en la Real Academia en 1997, pero “su obra sigue muy vigente”, apunta Rivera, “Ángel nunca pasó por tinieblas del purgatorio a donde se dice que son arrojados los escritores esperando la mano de la posteridad. Su poesía siempre permaneció iluminada por sus lectores”. Si bien Rivera recibe constante feedback de los lectores, también se nota en la academia: acaba de publicarse en la Universidad de Alcalá la tesis La métrica de Ángel González: variaciones rítmicas y discursivas de Jesús Aguilar Fernández Gallego, cuyo título, raro en una tesis, describe exactamente el contenido. CONTINUAR LEYENDO