Los
mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la
mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises.
El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo
del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de
una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para
evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón
azulado.
Al crepúsculo, los mercaderes
desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas
surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de
templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la
calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y
no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido,
recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una
enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones
azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se
desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre
las alfombras de un azul muelle y descolorido. CONTINUAR LEYENDO
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