El Museo Thyssen-Bornemisza revisa en una amplia exposición la obra del artista noruego más allá de sus obras icónicas y, a la vez, la editorial Nórdica reúne en un volumen parte de su explosiva obra escrita
Del pintor noruego Edvard Munch (1863-1944) sabemos que le robó el grito al gran silencio y que la mala fortuna le hizo sombra desde la infancia (huérfano de madre, de hermana): "Enfermedad, locura y muerte fueron los ángeles que rondaron mi cuna". Su pintura alcanzó el punto de combustión en un expresionismo que no quiso ser inocente (que no pudo serlo), venía de la impaciencia pura del que le exige a la vida más metralla. En la familia sólo quedaron el joven aprendiz de pintor y un padre abducido por una fe radical: "Mi padre tenía un carácter sumamente nervioso, además estaba tan obsesionado con la religión, era psiconeurótico. De él heredé la semilla de la maldad. El miedo, la pena y la muerte estuvieron a mi lado desde el día que nací". Así comienza todo, sometido a muchos vaivenes inestables.
Ha pasado a la historia por una imagen, aunque en Munch hay más que El grito. En Munch están los paisajes vueltos neurosis, la soledad de una mujer desmadejada con un fondo de ceniza, dos seres que se besan fieramente porque ya no cabe entre ellos más que el abrazo o la intemperie. En Munch hay más, sí. Mucha pintura de matices y el largo convoy de su escritura. Porque Munch escribía con pulsión caníbal: cartas, postales, telegramas, mensajes en cualquier papel, poemas, anotaciones de un diario, artículos de periódico, listas de la compra... En esa montaña de folios y retales se aloja un ideario vital y estético nada ahorrativo y muy descuidado, pero necesario para asimilar algunas de sus propuestas. CONTINUAR LEYENDO
Fuente: El Mundo
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