En 1897, Oscar Wilde escribió en la cárcel de Reading una larguísima carta a su examante Lord Alfred Douglas, Bosie, reconstruyendo la tormentosa relación que habían mantenido y que concluyó con el célebre juicio en el que el escritor fue condenado a trabajos forzados por “conducta indecente y sodomía”. Esa carta, que su albacea publicó muy fragmentariamente por primera vez en 1905 bajo el título de De profundis, constituye de algún modo la piedra fundacional de la literatura homosexual moderna, esa literatura que habla del “amor que no se atreve a decir su nombre”, según proclamaba un verso del propio Bosie.
Ese amor siguió sin atreverse a decir su nombre durante mucho tiempo. Thomas Mann ocultó el amor carnal de Gustav von Aschenbach hacia Tadzio detrás de una sublimación estética y espiritual. Constantino Kavafis apenas permitió que circulasen un puñado de sus poemas en vida. E. M. Forster terminó de escribir Maurice en 1914, pero no dejó que se publicara hasta después de su muerte, en 1971. Marcel Proust travistió a muchos de sus personajes homosexuales en En busca del tiempo perdido. Y Lorca leyó en reuniones privadas los Sonetos del amor oscuro, pero no se atrevió nunca a darlos a la imprenta.
En 1929, Marguerite Yourcenar publicó una novela breve que sigue siendo fundamental en la historia de la literatura gay: Alexis o el tratado del inútil combate. En ella se cuenta ya sin ocultamiento —aunque con una prosa tan exquisita que empuja también hacia la sublimación— la historia de un hombre que ha luchado para traicionar sus instintos casándose con una mujer, pero que al final se rinde y la abandona. Yourcenar tiene una obra colosal —con Memorias de Adriano como mascarón de proa— en la que la homoafectividad es un tema recurrente. CONTINUAR LEYENDO
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