viernes, 3 de abril de 2020

Lamporecchio, un cuento (El decamerón. Tercera jornada, narración primera) Giovanni Boccaccio.

Hermosas amigas, son muchos los hombres y mujeres majaderos que suponen que, por vestir a una moza con una blanca toca y una oscura vestidura, ha dejado de sentir apetitos femeninos, y de ser mujer, como si en roca la convirtieran al hacerla monja. Y si escuchan algo contrario a su convicción, se azoran como si algún gran y avieso mal se hubiese perpetrado contra la naturaleza, no pensando ni pretendiendo pensar en sí mismos, que poseen licencia completa para obrar como deseen hasta saciarse, ni reflexionando en el inmenso poder de la soledad y el ocio. Y muchos de aquellos también imaginan que el azadón y la pala, las comidas toscas y las fatigas, quitan por completo los deseos concupiscentes a los trabajadores del campo y les hacen de ingenio y sagacidad muy romos.

Y, como los que así creen se engañan mucho, deseo aclarárselo con un relato. Existía y aún subsiste en nuestro país un convento de religiosas muy famoso por su santidad, del cual su nombre no mencionaré para no mermar esa reputación. En el que, no hace mucho, residían ocho mujeres y una superiora, jóvenes todas, y vivía un hombre humilde que era hortelano de un hermosísimo jardín.

Y él, no contento con su paga, solicitó la cuenta a las mujeres y se regresó a Lamporecchio, de donde era originario. Y entre quienes con alegría le acogieron, había un labriego joven, corpulento, vigoroso y de buen semblante como de persona de aldea. Masetto se llamaba quien preguntó al recién llegado dónde había permanecido tanto tiempo. El hombre, que se llamaba Nuto, se lo contó, y Masetto le preguntó en qué servía en el convento. A lo cual Nuto respondió:

-Trabajaba yo en un amplio y hermoso jardín, y además iba a buscar leña por el bosque, y traía agua y realizaba oficios semejantes, pero me pagaban con tan poco jornal que ni para calzas me alcanzaba. Además, todas las monjas son jóvenes y parece que tienen el diablo en el cuerpo, de modo que nada se hace a su gusto, sino que, cuando en el plantío trabajaba yo, alguna llegaba y me decía: “Aquí coloca esto”, y otra: “Aquello ponlo aquí”, y otra, arrebatándome la azada, decía: “No está bien eso”; y tanto enfado me daba, que abandonando yo la faena me salí del huerto; así, entre una y otra cosa, no quise continuar más allí y me vine. Su administrador, en cuanto partí, me rogó que si a alguien conocía de este oficio, se lo mandara, y se lo prometí; pero así Dios le haga tan sano de los riñones no pienso enviarle a nadie. CONTINUAR LEYENDO


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