La noticia era escueta y por eso estaba relegada a uno de los rincones más perdidos del periódico. Decía que en las inmediaciones del bosquecillo de Pura Pura, días atrás, los de la policía habían recogido el cadáver de una mujer que había sido descuartizada brutalmente por desconocidos quienes actuaron con tal saña que la cabeza fue arrojada a cincuenta metros del resto del cuerpo. Muchas conjeturas nacieron en mi mente, las cuales deseché al instante, y pasé a leer otras noticias que llamaron mi atención.
Muchos días después alguien me avisó que el cadáver descuartizado había pertenecido a la famosa Loca Esperanza, quien, desde sus años mozos, era una especie de torturadora permanente para quienes se aventuraban a salir a pasear con sus enamoradas. Con la mirada extraviada, solía perseguir a las parejas para increpar al varón el cumplimiento de supuestas pensiones atrasadas, que no habían sido canceladas para la alimentación de los críos que ella decía haber parido.
—¿Ya no te acuerdas de lo que cada noche venías a mi cuarto a encamarte conmigo? —gritaba ella toda desaforada a la víctima que elegía—. Desde que ha nacido tu hijo vos no te has acordado de darme plata para la leche, y como la guagua mama harto, ya se me ha secado la leche de mis tetas y todo el rato está llorando de hambre, y vos, tranquilo te estás paseando con esta imilla, mientras yo tengo que estar pidiendo limosna para alimentar a tu hijo…
La Loca Esperanza tendría unos treinta años de edad. A pesar de que siempre vestía ropas sucias y pasadas de moda, por entremedio de sus harapos se podía adivinar que la naturaleza había sido pródiga con ella, motivo por el cual la mayoría de los artilleros de la ciudad la buscaban por las noches para encontrar entre sus carnes el calor femenino que tanta falta les hacía.
Sus pelos, eternamente hirsutos y despeinados, sumados a las legañas que se enseñoreaban alrededor de sus ojos, le daban cierto aspecto macabro; y como los dientes centrales de su mandíbula superior estaban desarrollados en exceso, cada vez que ella reía, titilantes chorros de baba fluían de su boca mojándole la barbilla y el pecho. Su caminar era tan peculiar que el sólo oír el taconeo de sus zapatos apelmazados de barro, traía a la memoria el recuerdo de sus travesuras y hacía que los adolescentes ocultasen a sus novias para evitar el escándalo. CONTINUAR LEYENDO
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