lunes, 8 de junio de 2020

Juan Rulfo. Las sombras y los murmullos del mundo rural mexicano. Un ensayo de Miguel Díez

Me llamo Juan Nepomuceno Pérez Rulfo Vizcaíno, me apilaron todos los nombres de mis antepasados maternos y paternos como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque siento preferencia por el verbo arracimar me hubiera gustado un nombre más sencillo.

Juan Rulfo (Apulco, Jalisco, 1917-México, D.F., 1986) nació en la casa familiar de la hacienda de Apulco, pequeño lugar dependiente administrativamente de Sayula, donde fue registrado su nacimiento el 16 de mayo de 1917, pero realmente pasó los años decisivos de su niñez en otra población cercana llamada San Gabriel, un pueblo que había sido próspero, pero que, como a tantos otros, lo arruinó la Revolución.

El sur (“Los Bajos”) del estado de Jalisco, al que pertenecen estos lugares de la infancia de Rulfo, estaba en aquel tiempo muy aislado, empobrecido, abandonado y sumido en la anarquía. Cronológicamente hay que situarse a finales de la Revolución mexicana (1910-1920) y en medio de la Rebelión de los Cristeros (1926-1928), la violenta reacción de los sectores católicos tradicionales contra el laicismo revolucionario.

“Rulfo niño vio pasar a los cristeros por las faldas del cerro, y su mamá le tapaba los ojos para que no se le quedara grabado el siniestro monigote de un ahorcado o la marioneta de hilos rotos que los soldados llevan a empujones hasta el paredón de fusilamiento”.

Era raro que no viéramos colgado de los pies algunos de los nuestros en cualquier palo de algún camino. Allí duraban hasta que se hacían viejos y se arriscaban como pellejos sin curtir. Los zopilotes se los comían por dentro, sacándoles las tripas, hasta dejar la pura cáscara. Y como los dejaban en alto, allá se estaban campaneándose al soplo del aire muchos días, a veces meses, a veces ya nada más la pura tilanga de los pantalones bulléndose con el viento como si alguien los hubiera puesto a secar allí.

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