jueves, 18 de junio de 2020

Estrella de plata (Resplandor plateado). Un cuento de Arthur Conan Doyle


Estoy viendo, Watson, que no tendré más remedio que ir –me dijo Holmes, cierta mañana, cuando estábamos desayunando juntos.

–¡Ir! ¿Adónde?

–A Dartmoor… a King’s Pyland.

No me sorprendió. A decir verdad, lo único que me sorprendía era que no se encontrase mezclado ya en aquel suceso extraordinario, que constituía tema único de conversación de un extremo a otro de toda la superficie de Inglaterra. Mi compañero se había pasado un día entero yendo y viniendo por la habitación, con la barbilla caída sobre el pecho y el ceño contraído, cargando una y otra vez su pipa del tabaco negro más fuerte, sordo por completo a todas mis preguntas y comentarios. Nuestro vendedor de periódicos nos iba enviando las ediciones de todos los periódicos a medida que salían, pero Holmes los tiraba a un rincón después de haberles echado una ojeada. Sin embargo, a pesar de su silencio, yo sabía perfectamente cuál era el tema de sus cavilaciones. Sólo había un problema pendiente de la opinión pública que podía mantener en vilo su capacidad de análisis, y ese problema era el de la extraordinaria desaparición del caballo favorito de la Copa Wessex y del trágico asesinato de su entrenador.

Por eso, su anuncio repentino de que iba a salir para el escenario del drama correspondió a lo que yo calculaba y deseaba.

–Me sería muy grato acompañarle hasta allí, si no le estorbo –le dije.

–Me haría usted un gran favor viniendo conmigo, querido Watson. Y opino que no malgastará su tiempo, porque este suceso presenta algunas características que prometen ser únicas. Creo que disponemos del tiempo justo para tomar nuestro tren en la estación de Paddington. Durante el viaje entraré en más detalles del asunto. Me haría usted un favor llevando sus magníficos gemelos de campo.

Así fue como me encontré yo, una hora más tarde, en el rincón de un coche de primera clase, en route hacia Exeter, a toda velocidad, mientras Sherlock Holmes, con su cara, angulosa y ávida, enmarcada por una gorra de viaje con orejeras, se chapuzaba rápidamente, uno tras otro, en el paquete de periódicos recién puestos a la venta, que había comprado en Paddington. Habíamos dejado ya muy atrás a Reading cuando tiró el último de todos debajo del asiento, y me ofreció su petaca. CONTINUAR LEYENDO

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