No hace mucho tuve ocasión de hablar con uno de nuestros escritores (un gran artista) sobre la vis cómica en la vida y la dificultad de determinar el fenómeno y denominarlo con la palabra exacta. Precisamente por ello, le señalé que hacía cuarenta años que había leído El mal de la razón, y que solo este año había comprendido debidamente a uno de los tipos más claros de esa comedia: a Molchalin, y lo comprendí exactamente cuando él, es decir, el escritor con el que departía, me explicó la personalidad de Molchalin al revelar uno de sus rasgos más satíricos. (Sobre Molchalin aún tendré ocasión de hablar, por ser un tema admirable).
—Y ¿sabe una cosa? —me dijo mi interlocutor, a quien al parecer desde hacía tiempo le impresionaba profundamente su idea—. ¿Sabe una cosa? Que por mucho que escriba, por mucho que se realce y se describa en una obra literaria, jamás podrá esta equipararse a la realidad. Usted por ejemplo cree haber alcanzado en la obra lo más cómico de una realidad sobradamente conocida; cree que ha captado su rasgo más deforme. Pues ¡de ninguna manera! ¡Al momento la realidad le presentará en esa misma naturaleza un aspecto que usted ni imaginaba, y superará aquello que su propia observación e imaginación pudo crear…!
De eso ya me había percatado yo en el año 1846, cuando empecé a escribir, y probablemente incluso antes; y este hecho me sorprendió en más de una ocasión, lo que me dejó perplejo acerca de lo beneficioso que pudiera resultar el arte ante tan evidente impotencia. Observen un hecho cualquiera de la vida real, que no tiene por qué ser brillante al primer golpe de vista, y solo si se dispone de suficiente capacidad, y se es un buen observador, se descubrirá en él tal profundidad, que ni el propio Shakespeare la posee. La cuestión estriba exactamente en el ojo del que observa y el que tiene el talento de hacerlo. Pues se ha de ser también un artista específico no solo para crear y escribir obras literarias, sino para reparar en un hecho concreto. Para un observador todos los fenómenos de la vida transcurren con la sencillez más conmovedora y resultan tan comprensibles que no plantean nada y nada es necesario pensar ni observar. Sin embargo, los mismos fenómenos le darán a otro observador tanto material (lo que sucede en no pocas ocasiones) que se quedará exhausto por sintetizarlos y simplificarlos, ordenarlos debidamente hasta darles forma, hasta recurrir a otro tipo de simplificación pegándose un tiro en la frente para apagar de una vez su doliente inteligencia junto con todas las interrogantes. Esto solo son dos cuestiones contrarias, pero entre ellas tiene cabida todo el sentido humano. Lo que es evidente es que jamás podremos agotar todo el fenómeno, ni llegar desde su principio al fin. Solo conocemos la esencia que transcurre aparentemente, y aun así muy por encima, ya que los comienzos y los finales, todo ello de momento, son para el hombre algo fantástico.
A propósito, uno de los corresponsales que me merecen respeto, ya en verano, me puso al corriente de un extraño suicidio que quedó sin aclarar; yo no hacía más que querer hablar de él. En ese suicidio, todo, tanto lo visto desde dentro como desde fuera, era un enigma. Y teniendo en cuenta la naturaleza humana, intenté resolver este enigma para quedarme «tranquilo y en paz». La suicida era una joven de no más de veintitrés o veinticuatro años; hija de un emigrante ruso muy conocido, nacida fuera del país. Aunque de sangre rusa, no lo parecía en absoluto debido a la educación recibida. Quiero recordar que en su momento, en los periódicos, se habló poco de ella; pero los detalles eran un tanto curiosos:
Empapó su bata de cloroformo, después se envolvió con ella la cabeza y se tumbó en la cama… Y así falleció. Pero antes de morir dejó una nota:
Je m’en vais entreprendre un long voyage. Si cela ne réussit pas qu’on se rassemble pour fêter ma résurrection avec du Cliquot. Si cela réussit, je prie qu’on ne me laisse enterrer que tout à fait morte, puisqu’il est très désagréable de se réveiller dans un cercueil sous terre. Ce n’est pas chic!
Lo que significa:
Emprendo un largo viaje. Si el suicidio no se logra, que se reúnan todos para celebrar mi resurrección con unas copas de Cliquot. Y si se logra, solo ruego que me entierren completamente convencidos de que estoy muerta, puesto que resultaría muy desagradable despertarse metida en un ataúd debajo de la tierra. ¡Incluso podría quedar muy vulgar!
En mi opinión, en esta desagradable y tosca ostentación, probablemente se perciban ecos de indignación y rabia. Pero ¿hacia qué? Sencillamente las naturalezas vulgares terminan suicidándose por alguna causa material, visible y externa, pero el tono de la nota indicaba que no había tal causa. ¿Qué era lo que la indignaba? ¿La sencillez de lo cotidiano, el sinsentido de la vida? ¿Son jueces aquellos famosos que niegan la vida, y se indignan por la «estupidez» de la aparición del hombre en la tierra, de su absurda casualidad, de la tiranía casual de la rutina, con las que es imposible reconciliarse? En este punto se hace sentir precisamente el alma que se revuelve en contra de los fenómenos «rectilíneos», y no de quien lleva esta dirección única transmitida ya desde la infancia en su casa paterna. Pero lo más escandaloso, claro está, es que muriera sin ningún lugar a dudas. Lo más probable es que su espíritu no albergara conscientemente las así llamadas interrogantes; creía firmemente aquello que había aprendido en la infancia. Lo que significa que murió sencillamente a causa del «frío de las tinieblas y el aburrimiento», es decir, sufriendo de manera instintiva e inconsciente. Simplemente, se le hizo irrespirable la vida, como cuando falta oxígeno. Inconscientemente el alma no soportó la rectitud, e inconscientemente exigió algo más complejo…
Hace cosa de un mes, se publicaron en todos los periódicos petersburgueses unas líneas con letra menuda sobre un suicidio ocurrido en la capital: una joven pobre, que era modista, se había arrojado por la ventana desde un cuarto piso, «por no encontrar trabajo para sobrevivir». Se señalaba que se había arrojado por la ventana y había caído sobre la tierra sosteniendo una imagen religiosa entre sus manos. Esa imagen entre las manos es un caso raro y aún desconocido entre los suicidios. Este es un suicidio sumiso, resignado. Aquí, al parecer, tampoco hubo lamentos ni reproches: sencillamente le fue imposible vivir. «Dios no quiso», y ella murió después de rezar. Hay ciertas cosas que, por sencillas que parezcan, cuesta dejar de pensar en ellas, porque uno parece enteramente culpable de que sucedieran. Esa alma sumisa, que se ha suicidado, le atormenta a uno sin querer. Y fue precisamente esa muerte la que me recordó el suicidio de la hija del emigrante del que me enteré ya en verano. Y, sin embargo, ¡qué dos criaturas tan diferentes!, ¡como si procedieran de dos planetas distintos! Y ¡qué muertes tan diferentes! Pero, si me permiten plantear una cuestión vana: ¿cuál de estas almas sufrió más en la tierra?
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