En la calle Cartagena, a la altura de Zabaleta, vivía, cuando éramos pequeños, un tipo raro. Los domingos, al ir a misa, nos cruzábamos con él y mi madre censuraba su indumentaria, su barba, su manera de andar, todo, en fin, hasta que mi padre daba el asunto por cerrado con una afirmación misteriosa.
—Es un misántropo.
En las publicaciones a las que teníamos acceso en aquella época venían muchos anuncios de cursos por correspondencia. Yo quería hacer uno de radio porque me parecía emocionante andar tocando todo el día los amperios con la punta del destornillador, no sé, decían que era una cosa con futuro. Así que el porvenir adquirió enseguida la forma de un cuarto de estar con un rincón iluminado por un flexo, donde me pasaba las noches y los días montando y desmontando la realidad con la paciencia de un relojero, mientras mi mujer facturaba los trabajos de reparación y los niños crecían sin catarros. Y como con la cabeza iba muy deprisa, a veces me veía cruzándome con un vecino del barrio que decía a sus hijos:
—Mirad, es técnico de radio.
Pero desde que oí a mi padre que el tipo aquel de los domingos era misántropo, ya solo quise ser eso, misántropo, no me preguntéis por qué. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, creo que se refería a él con un tono escondido de admiración. Los niños tienen una habilidad especial para captar los deseos ocultos de los mayores. A lo mejor, he pensado muchas veces después, mi padre quiso ser misántropo y no le fue posible por las penurias de la época. De hecho, tenía fama de ayudar a todos los vecinos y nos educó para amar al prójimo como a nosotros mismos, etcétera. Pero yo creo que admiraba en secreto al misántropo de la calle Cartagena, al que se le permitía no ir a misa ni saludar a la gente a causa de su condición.
Durante algún tiempo estuve buscando en las publicaciones habituales un curso por correspondencia de misantropía, pero no vi nada, y lo peor es que descuidé mucho la afición a los amperios, con los que podría haberme ganado la vida y el respeto de mi familia mejor que con el trabajo del banco. Pero es que desde que escuché aquella palabra, misántropo, de labios de mi padre, cualquier otra cosa de las que entonces se podía ser me parecía poco. Siempre he pecado de un exceso de ambición. Así que cuando más tarde me enteré por casualidad, o por el diccionario, de que la misantropía consistía en odiar a los hombres, me asombré de no haberme dado cuenta antes de que esa era mi verdadera vocación. Entonces, en lugar de imaginarme yendo a misa con un traje de domingo, me veía atravesando la calle con barba de tres días, los zapatos abiertos por la punta, y una chaqueta dada de sí, mientras los vecinos, al cruzarse conmigo, decían a sus hijos, que eran como los míos en la versión de técnico de radio:
—Mirad, es un misántropo.
Las pretensiones de la juventud no tienen límites, pero la vida nos va obligando a rebajar los planteamientos iniciales, así que luego no odié a mis semejantes tanto como me habría gustado. Además es muy difícil llegar a vivir exclusivamente del rencor, así que me puse a trabajar en un banco, con horario de mañana, para tener toda la tarde para odiar, pero en seguida me casé, vinieron las horas extraordinarias, los hijos, todo eso, en fin, que le impide concentrarse a uno en sus aficiones, y había temporadas en que me pasaba meses sin odiar. A veces, incluso, cuando alguien de mi negociado se casaba o se moría, colaboraba a hacerle un regalo o a comprar una corona de flores. Una vez entregué todo el sueldo del mes a una chica que tenía que abortar en Londres. Pensé que lo hacía por odio al nasciturus, o sea, por misantropía, pero en el fondo sé que lo hice porque estaba enamorado de ella, aunque luego ni siquiera me dio las gracias y se casó con el que la había dejado embarazada. Total que ni técnico de radio ni misántropo. No suelo quejarme, no conduce a nada, pero a veces cuando paso cerca de esa esquina de Cartagena con Zabaleta, siento una devastación enorme, que creo que es la misma que atacaba a mi padre cuando nos llevaba a misa.
Millás, Juan José: La viuda incompetente y otros cuentos. Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1998.
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