domingo, 24 de octubre de 2021

De la que amó a un toro marino, un cuento de la narradora y poeta costarricense Magda Zavala

Se daba aires de proscrito, barba larga y lento fumado entre los dientes, con el atractivo de quien parece amenazante y vigoroso. Así lo conocí, así casi lo estoy olvidando. Por lo demás, se enredaba en los amores viejos, y en los del porvenir, y le gustaba hablar a solas, mientras dejaba caer el agua tibia sobre sus lomos robustos. Allí filosofaba sobre el mundo y sus desastres, hacía cálculos para la próxima cosecha o se pronunciaba en contra de las ocurrencias de los diputados y de las partidas específicas que le compran el alma al diablo, cuando no le daba por cantar, con el más esforzado de los empeños, que no alcanzaban a dar con los ritmos de Celia Cruz y su “Traigo yerba Santa pa’la garganta…”.

Yo, el resto del día, desde la lejanía que impone la ciudad amurallada, daba vueltas en círculos a su alrededor, ofreciéndole cuanto podía: que está servido el desayuno, ¿te traigo el periódico?, esa camisa no te va, ¿adivina qué hay de almuerzo hoy? ¿Quieres un café…? Y él allá, conversando consigo mismo, lleno de murmullos, se daba la razón sobre decisiones tomadas o se lamentaba de algún fiasco; muchas veces criticaba a los políticos que se olvidan de la agricultura, como si no fuéramos todos medio maiceros y la sociedad industrial estuviera en la cola de un venado ya muerto, y otras al bipartidismo insoportable que nos tiene totalmente prensados.

Alguna vez perdida, cuando menos lo esperaba, retumba su voz de trueno caribeño desde la ducha:

—Negra, vení acá…, sentáte ahí que tengo que decirte…

En realidad, requería mi escucha silenciosa. Lo supe cuando al principio traté de opinar.

—Bueno, es que a mí me parece…

Él me interrumpió de inmediato:

—No, oíme, quiero que me oigás a ver si tengo razón.

Y empezaba una lluvia de reflexiones, acabadas y contundentes que no ameritaban opinión, sobre Nietzsche y sus epígonos, el surrealismo y sus desencuentros, la Osa Mayor, los huecos negros, Freud y la teoría de la relatividad, la cuestión latinoamericana y el por qué el comunismo soviético desoyó la voz de Lenin y, sobre todo, lo que hay de cierto cuando se dice que Costa Rica es un país sin tanta desigualdad social y sin ejército.

Como no siempre me llamaba a la hora de su baño y yo quería saber con quién me había casado o quién era ese día mi marido, dejaba las celosías del baño entreabiertas y me sentaba a escucharlo desde un banco ocasional en el jardín interior, que se fue haciendo un sitio de permanente encuentro con mi suerte. Así fui penetrando su mundo, con algunas pistas que logré hilar para no perderme en el laberinto. Él no parecía darse cuenta de mi esfuerzo y seguía llamándome de cuando en cuando a gritos, de seguro calculando todavía las dimensiones de su casa materna.

Al cabo de un año supe de mi hombre por pinceladas —unas precisas y vivas; otras diluidas, en marejadas informes—, aspectos que me permitieron comprender el porqué de sus jadeos branquiales cuando lo hería el absurdo de la muerte asesina o de la injusticia social. El mundo del cual, cargado de estupidez humana y sus ingratas convenciones, le era absolutamente insoportable. CONTINUAR LEYENDO

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