el jardín del prostíbulo, en parte decorado
de rótulos obscenos, todavía conserva
los mismos desconchones inclementes,
las mismas mordeduras de musgo y de salitre
que se veían cuando yo era joven
y me asomé a la vida por allí.
Teresa Lavinagre, vieja puta
que ya andaba de adolescente en sus comercios
por los desmontes de Matafalúa,
se hospedó andando el tiempo en esa casa
cuyos muros devora el desamparo,
antes de que el hipócrita de turno la expulsase
de la miseria libre de su reino.
Era una mujer hospitalaria y jubilosa,
dotada de una magnánima variedad
de benevolencias, y ahora se extingue
al borde de la playa, cerca
de ese antiguo burdel, igual que un bulto
devuelto por la marea.
Vida dilapidada,
corazón decrépito, qué hermosura
saber que nunca hizo absolutamente nada
para evitar su propio descalabro,
Dios mío.
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