Tennessee ha puesto en vigor un decreto por el cual en todas las bibliotecas de escuelas públicas deben someter para su aprobación una lista de los libros que tienen en sus estanterías y que, por tanto, podrían ser libremente consultados o leídos por el alumnado
Nunca he sido muy aficionada a recordar fechas y aniversarios. Sin embargo hay algunas que merecen quedar en la memoria colectiva porque su significado nos afecta a todos, por muchos años que hayan transcurrido, y es tan intenso que no podemos permitirnos olvidarlas.
El 10 de mayo es una de esas fechas, pero da igual conmemorarla ese día concreto, porque lo importante es tener grabado lo que sucedió en Berlín y en otras veintiuna ciudades universitarias alemanas, en 1933, recordarlo todos los días del año, y no permitir que vuelva a suceder jamás.
Después de un discurso de Goebbels -el ministro de propaganda del gobierno de Adolf Hitler-, uno de esos discursos inflamados e infames por los que pasó a la historia, miles de estudiantes y profesores -según el Museo del Holocausto de Estados Unidos, eran 40.000 personas- entraron a saco en las bibliotecas, librerías, departamentos e institutos escolares y universitarios para “purgar” los libros que se conservaban allí, arrancarlos de sus estanterías, llevarlos a la Bebelplatz y a otras plazas, y quemarlos públicamente por ser considerados dañinos para la población. Más de 25.000 libros ardieron ese día por ser “no alemanes” y por incitar a la “decadencia y la corrupción moral”. La lista es muy larga, pero los lectores alemanes se perdieron a partir de ese día, por ejemplo, a autores y autoras como Brecht, Benjamin, Einstein, Freud, Kafka, Luxemburg, Mann, Marx, von Suttner y Zweig, unos por judíos, otros por pacifistas, otros más por comunistas y otros, simplemente, porque no le gustaban al régimen, que los encontraba peligrosos -Joyce, Hemingway, Conrad, Wells, Gide-, “impropios” seguramente, como se dice ahora.
Ya cien años antes, Heinrich Heine (uno de los autores cuyos libros ardieron en esta purga de 1933) había pronunciado sus proféticas palabras: “Allí donde se queman libros, antes o después se acaba quemando personas.” Es justamente lo que sucedió: empezaron por los libros y acabaron desencadenando el más espantoso horror del siglo XX.
Acabada la guerra, la terrible Segunda Guerra Mundial que, además de los libros, acabó con las vidas de millones de personas, con sus familias, sus posesiones, sus ideales y su dignidad, lo que todo el mundo tenía claro era que nunca más podíamos permitir que sucediera algo así. Nunca más.
No ha pasado aún un siglo de aquella quema de libros, que constituyó el preludio de los horrores que vendrían después, y nos encontramos con que en los Estados Unidos de América, “the land of the free”, como proclama orgullosamente su himno nacional -ese himno que todo el alumnado de centros públicos canta con la mano en el corazón al comienzo de las clases- el gobierno del estado de Tennessee ha puesto en vigor un decreto por el cual todos los bibliotecarios y bibliotecarias de escuelas públicas deben someter para su aprobación una lista de los libros que tienen en sus estanterías y que, por tanto, podrían ser libremente consultados o leídos por el alumnado. Los libros que se consideren “inapropiados” serán retirados, tanto de las bibliotecas como de las fichas.
“Inapropiado” es claramente un término ambiguo y altamente subjetivo que, desde el punto de vista de los grupos conservadores que han propuesto y apoyado este decreto, hace referencia a todos los libros que traten temas como el racismo, el género, la identidad política y la sexual, según el informe anual sobre censura de la Asociación Americana de Bibliotecarios ALA (American Library Association).
Pero si esto ya es grave en sí, mucho más grave es lo que ha salido a la luz -a través de Twitter y que recoge el Washington Post- en el curso de la polémica que han mantenido dos senadores de Tennessee, el republicano Jerry Sexton y el demócrata Ray Clemmons. Cuando este último preguntó a su colega republicano qué pensaba hacer con los libros que, basándose en este criterio de “lectura inapropiada”, fueran retirados de las bibliotecas, Sexton contestó: “Ni idea, pero yo los quemaría.”
Y, con eso, estamos otra vez acercándonos a lo que hace ochenta años dijimos que no permitiríamos que volviese a suceder: censurando y quemando libros porque a ciertas personas que muy probablemente ni siquiera los han leído les parecen “inapropiados”. Los padres y madres de los alumnos pueden también pedir a los bibliotecarios que retiren libros que no les parecen convenientes para sus retoños, amparándose en la nueva ley, y los y las profesionales de las bibliotecas deben someter las listas todos los años -tanto las nuevas adquisiciones como el fondo antiguo- para que sean aprobados. O no.
Si a eso añadimos la ya existente censura de obras gráficas -desde carteles hasta reproducciones de grandes pinturas clásicas, como la Maja de Goya, que fue retirada por orden judicial ya en 1991 del salón de música de la universidad estatal de Pensilvania por una protesta de las alumnas que consideraban “acoso sexual” tener que ver la imagen de una mujer desnuda durante una clase o un concierto-, la censura de cuentos infantiles, como Caperucita Roja en la ciudad californiana de Culver City, y más tarde en Seattle, porque la niña, obviamente menor, tiene una botella de vino en la cesta que le lleva a su abuela (¡alcohol, una menor!), y todas las trabas con las que se encuentran las publicaciones y los shows de comedias y monólogos por la cuestión de la “corrección política” nos podemos hacer una idea cada vez más clara de la dirección que están tomando las cosas en el que se vanagloria de ser el país más libre del mundo, adalid de la libertad de expresión.
Hablamos de un país donde una persona no puede tomarse una cerveza o una copa de vino hasta los 21 años en algunos estados (en otros, hasta los 18), ni tan siquiera entrar a comer, aunque tome agua, en un local donde se sirva alcohol, pero sí puede comprarse un arma de combate. Y ahora resulta que lo que es dañino son los libros. Se trata de un país con 8,3% de analfabetismo -una de las tasas más altas en países del primer mundo- 43 millones de analfabetos funcionales, que confiesan en las encuestas que tienen dificultades para leer y comprender lo que leen y para expresarse por escrito. Sin embargo, a los políticos republicanos lo que les preocupa es que lean a Mark Twain, se enteren de que hace ciento cincuenta años aún había esclavos en su país, y lean con todas las letras la palabra “negro” -¡horror! ¡el colmo de lo inapropiado!. Como si ser esclavo, del color que sea, no fuera lo bastante horrible. Como tantas veces, lo malo, lo que hay que abolir es la palabra, en lugar de cambiar la realidad.
Tampoco les interesa que los adolescentes se enteren de que, además del genocidio judío que sí estudian en la escuela, sus propios antepasados exterminaron a los pueblos indios que ahora llaman tan elegantemente “native Americans” y de los que cada vez quedan menos. Ni quieren que los y las jóvenes se den cuenta de que la identidad es una construcción social, ni de que no es necesario tener una confesión religiosa para ser una persona decente.
El problema, uno de los muchos problemas, es que todo esto no solo pasa en Estados Unidos. Cada vez hay más partidos e incluso grupos y asociaciones en todas partes, nuestro país incluido, que quieren censurar, prohibir, quemar; que proclaman con orgullo no creer en la ciencia, no creer en la evidencia del cambio climático, que incluso dudan de que nuestro planeta sea una esfera.
Si no llevamos cuidado, dentro de poco veremos quemar libros en la plaza pública. “Por nuestro bien”, claro. Estas cosas siempre se hacen para salvarnos. Ya decía Larra aquello de “líbrenos Dios de caer en manos de héroes.” De héroes, de salvapatrias, de gente que nos prohíbe leer por nuestro bien, para que podamos ser como ellos y sentirnos en posesión de la verdad, cosa que debe de resultar agradable si uno se lo cree en serio. Yo, desde siempre, prefiero elegir lo que leo, formarme mi propia opinión, disentir, si se tercia. ¿Qué le vamos a hacer? Prefiero la duda.
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