Enoch Emery había tomado prestado el paraguas de su casera, y de pie en la entrada del drugstore, mientras trataba de abrirlo, descubrió que era al menos tan viejo como ella. Cuando por fin consiguió mantenerlo abierto, se calzó otra vez las gafas oscuras y volvió a meterse bajo el aguacero.
El paraguas era uno que su casera no utilizaba desde hacía quince años (única razón por la cual se lo había prestado), y, en cuanto la lluvia tocó la parte superior, se cerró con un chirrido y una de sus varillas se le clavó en la nuca. Corrió unos cuantos metros con él sobre la cabeza, luego se refugió en la entrada de otra tienda y se lo quitó. Para volver a abrirlo tuvo que apoyar la contera en el suelo y empujar con el pie. Salió corriendo otra vez bajo la lluvia, sujetando con la mano las varillas para que se mantuvieran abiertas; de ese modo, la empuñadura, tallada en forma de cabeza de foxterrier, se le clavaba a cada rato en el estómago. Avanzó un cuarto de manzana más antes de que la tela de seda fuera arrancada de las varillas y la lluvia se le metiera por el cuello de la camisa. Se refugió debajo de la marquesina de un cine. Era sábado; un montón de niños esperaba más o menos en una cola, delante de la taquilla.
A Enoch no le hacían demasiada gracia los niños, pero daba la impresión de que a los niños les gustaba mirarlo. La cola se movió y diez o quince pares de ojos se pusieron a observarlo con firme interés. El paraguas había adoptado una fea posición, una mitad vuelta hacia arriba y la otra mitad vuelta hacia abajo, y la mitad vuelta hacia arriba estaba a punto de volverse hacia abajo y derramar más agua por el cuello de su camisa. Cuando por fin ocurrió, los niños rieron a carcajadas y se pusieron a dar saltos.
Enoch les echó una mirada enfurecida, les dio la espalda y se quitó las gafas oscuras. Se encontró cara a cara con un cartel a todo color, tamaño natural, de un gorila. Sobre la cabeza del gorila, en letras rojas, se leía: «¡GONGA! ¡El gigantesco monarca de la jungla! ¡La gran estrella! ¡¡AQUÍ, EN PERSONA!!». A la altura de las rodillas del gorila, se leía, además: «¡Gonga estará en persona, delante de este cine, HOY MISMO, A LAS 12.00 HORAS! ¡Entrada gratis para los diez primeros valientes que se atrevan a darle la mano!».
Enoch casi siempre pensaba en otra cosa cuando el Destino echaba la pierna para atrás, dispuesto a encajarle una patada. Tenía cuatro años cuando su padre salió de la cárcel y le compró una caja de latón. Era de color naranja y por fuera llevaba dibujados unos caramelos de maní y un cartelito que ponía: «¡UNA MANÍ-FICA SORPRESA!». Cuando Enoch la abrió, un muelle de acero enrollado salió disparado hacia su boca y le partió la punta de las dos paletas. Su vida estaba tan plagada de situaciones como esa que cualquiera hubiera dicho que debería haber estado más preparado para las épocas de peligro. Siguió allí de pie y leyó el cartel dos veces con mucho cuidado. Según él, la oportunidad de insultar a un mono de éxito se le presentaba de la mano de la Providencia.
Se dio la vuelta y le preguntó la hora al niño que tenía más cerca. El niño le dijo que eran las doce y diez y que Gonga llevaba ya diez minutos de retraso. Otro niño dijo que tal vez la lluvia lo había demorado. Otro dijo que no, que no era la lluvia, sino su director que venía en avión desde Hollywood. A Enoch le rechinaron los dientes. El primer niño dijo que, si quería darle la mano a la estrella, tendría que hacer cola como todo el mundo y esperar su turno. Enoch se puso en la cola. Un niño le preguntó cuántos años tenía. Otro comentó que tenía unos dientes raros. Él procuró no hacer ningún caso y se puso a arreglar el paraguas. CONTINUAR LEYENDO
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