No hay figura más mi(s)tificada que la de la madre. Entregada, siempre amorosa, siempre dispuesta a sacrificarse, pura (signifique eso lo que signifique). A la madre solo se le ve como eso, como una madre. Yo esta semana he cumplido años por partida doble: 41, los míos, pero también he cumplido una década como madre, porque mi hijo ha hecho diez años. Ahora, con una mirada más esculpida por el tiempo puedo ver con más claridad lo que antes eran sensaciones, ambivalencia o desconcierto. Aquí van algunas cosas que he aprendido en esta década.
La maternidad puede ser asfixiante. Y no, no me vale la explicación unívoca de que es culpa del capitalismo que no nos deja tiempo para criar o que no nos da sostén. Tampoco me sirve cuando dicen que lo asfixiante es el trabajo o la exigencia de que seamos constantemente productivas. Claro que hay algo de todo eso. Pero hablemos de cómo es sentir que alguien que estaba dentro de tu tripa esté ahora fuera y dependa por completo de ti. Esa sensación desbordante de responsabilidad, ese sentirse abrumada por las dudas de si has hecho bien, si lo harás bien, si serás capaz. Esa certeza abrumadora de que tu vida está, en cierta forma, en manos de otra ya para siempre.
Eso, expresar las dudas, la ambivalencia, la angustia, expresar la añoranza por la vida anterior, está prohibido cuando eres madre. Solo permitimos madres felices, madres que sonríen y que hablan de lo maravilloso de la experiencia, madres que parecen entregadas a la crianza sin ningún tipo de arista. Lo contrario es ser una mujer egoísta, sospechosa.
¿Sabes que me dijeron un día que andaba yo de viaje, en un congreso que me interesaba muchísimo en una ciudad preciosa? Que parecía demasiado libre para ser madre. Quien me lo dijo lo hizo con toda la buena intención pero mostró, sin querer, hasta qué punto tenemos estereotipado lo que pensamos que es una madre. Supongo que parecía libre porque mi conversación en esos días no giraba en torno a mi hijo, o porque me entregué a la experiencia con ganas. Supongo que esperamos que una madre parezca algo más apenada, algo más apurada.
La culpa va por dentro. Porque si hay una emoción que nos acompaña a las madres es la culpa y ahí el sistema tiene todo que ver. Es imposible encajar en el estándar de la buena madre. Y, sí, siempre hay alguien dispuesto a juzgarte hagas lo que hagas. Teta o no, apego, baby led weaning (¡cuánto se expande el vocabulario con la maternidad!), escuela infantil... yo digo que la mejor crianza es la que también le hace bien a la madre que la ejerce, la que no ignora lo que necesita su cuerpo, la que no ignora que ella también merece tiempo, espacio, y una vida por delante que seguir aprovechando.
Paradójicamente, nuestras expresiones de amor maternal, nuestra necesidad de poner palabras a un vínculo y experiencia que sobrepasa los límites de lo habitual, suele ser reprimida o ridiculizada. Enseguida somos cursis o 'mamis hablando de cosas de mamis'. Yo voy a ser muy ñoña y me da igual.
He descubierto que la maternidad va más de aprender que de enseñar. He aprendido muchas cosas de mí misma y, muy especialmente, de mi sombra. Me he dado cuenta de que lo importante sucede en unos brazos, en una cuna, en una cama, en un parque. He ensanchado los límites del cansancio y la paciencia como nunca pensé, pero, sobre todo, del amor, uno profundísimo. He podido volver a mirar, me he sentido afortunada de ver cómo alguien miraba, sonreía, caminaba o se hacía muchas preguntas por primera vez. Sigo aprendiendo a acompañar, a aceptar, a soltar. Antes eran otras y otros, ahora soy yo la que dice 'el tiempo pasa muy deprisa'.
Cuesta a veces encontrarse en la identidad madre. No soy un ser de luz, no soy siempre generosa ni sacrificada, sigo explorando mi propia vida. Tengo la convicción de que cuanto más compartamos nuestras experiencias, nuestras emociones -las más incómodas, las más elevadas, las más triviales también- más conseguiremos romper esa asfixia que se nos impone.
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