La escritora, que publica sus esperadas memorias, reflexiona en una entrevista en Toronto sobre Trump, la vigencia de ‘El cuento de la criada’, la literatura canadiense o el final de la vida
Es hora punta en este ajetreado café del centro de Toronto, pero nadie parece reparar en la presencia de Margaret Atwood, la escritora más famosa de Canadá y una de las más célebres del mundo. Menuda, vestida de oscuro y tocada por un sombrero que tapa su blanca cabellera rizada, Atwood, de 85 años, cruza el local inadvertida y, en uno de esos soleados días en los que el otoño canadiense enseña tímidamente los dientes del invierno, escoge la terraza para hablar con un hilo de voz grave y su acostumbrada ironía de sus esperadísimas memorias.
No le veía el sentido a escribirlas (“¿Quién quiere leer la historia de alguien sentado delante de un escritorio peleándose con un folio en blanco?“, se pregunta en el libro; ”Para morirse de aburrimiento”, remata), pero finalmente lo hizo. Y las ha titulado El libro de las vidas (Salamandra), porque son exactamente eso: el recuento nada aburrido, generoso y bienhumorado de las existencias que le tocaron en suerte a alguien siempre dispuesto a restarse importancia: de la infancia silvestre a la juventud errante; del despertar como la poeta que acaba de ser galardonada con el Premio Internacional Joan Margarit a la consagración de la novelista; y de la madurez como la autora profética de El cuento de la criada a los años de la viudedad tras la muerte en 2019 de su segundo marido, Graeme Gibson, compañero de casi toda una vida y padre de su hija.
El libro, de casi 700 páginas, es también el relato de un tiempo perdido: la historia de la generación de la posguerra y de la evolución de las costumbres en la segunda mitad del siglo XX, de los triunfos y tribulaciones del feminismo y de esas letras canadienses que emergieron, gracias a ella y a sus coetáneos, a la sombra hegemónica de Estados Unidos. De ellas, el tópico suele decir que Atwood −“Peggy, para los amigos”, matiza− es su gran dama.

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