Ilustración de Mabel Lucie Attwell para 'Peter Pan y Wendy'. Nueva York: Charles Scribner's Son, 1921. |
No hemos nacido para permanecer en el suelo. Nacimos con alas para volar en muchas direcciones, a veces sin salir del lugar donde estamos". Según el ilustrador brasileño Daniel Munduruku, este descubrimiento él se lo debió a su abuelo y a su pueblo. En mi caso, se lo debo al personaje creado por James Barrie, que en un principio me llegó, como a muchos niños franceses, por medio del Journal de Mickey y de la película de Walt Disney. Decir que Peter Pan me gustaba, es poco. Cuando tenía siete años, literalmente me sostuvo, me liberó de los inviernos familiares, me abrió otro mundo que transfiguró lo cotidiano. Me dio ligereza y fuerza. Hay obras que despiertan las ganas de trepar a los árboles o de cruzar los mares. Peter Pan me animó a meterme de lleno en el espacio que me rodeaba para poner en escena mil fantasías renovadas día tras día.
Por esta razón, nunca he podido evitar cierta irritación al leer los juicios sobre alguien que tuvo en mí un efecto tan saludable: Peter Pan es un narcisista, un arrogante irresponsable, sin ninguna compasión, incapaz de amar; alguien con una negación feroz ante el paso del tiempo, ante nuestra finitud, ante la realidad toda; o un gran melancólico, un niño triste que trata de disimular su trágica historia detrás de su chispeante movilidad.
Quizás sí.
O más bien, no. Llegó la hora de defender al personaje que me brindó tanta felicidad y exaltación. De expresarle mi gratitud a James Barrie por haberlo inventado y desplegado la geografía de sus aventuras. Y a la empresa Disney, de la cual se han dicho horrores, pero que le dio la vitalidad, la gracia, la levedad de un Gene Kelly o de un Fred Astaire.
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Fuente: Fundación Cuatro Gatos
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