En la casa de mi niñez no había libros. Y, sin embargo, yo me convertí en lector. Leía cuanto caía en mis manos y, poco a poco, la casa se llenó de libros. Primero llegaron Andersen y los hermanos Grimm. Luego Salgari, Dumas, Scott…
La literatura me enseñó rápidamente que el mundo era más grande que mi barrio, mi ciudad o mi país. Que existían otros mundos, reales o imaginarios, y que los libros permitían conocerlos, que con ellos era posible llegar a lugares insospechados.
Leyendo Nobi, de Ludwig Renn, viajé a África en un barco negrero y vi las selvas y cómo los hombres, las mujeres y los niños eran arrancados de las aldeas y vendidos como esclavos.
Fenimore Cooper me llevó a los territorios ocupados por los ingleses y los franceses en Norteamérica, y allí tuve la suerte de conocer al último de los mohicanos.
Con la ayuda de Julio Verne, navegué por el fondo de los océanos, como polizón, en el Nautilus. Luego fui al centro de la Tierra y a darle la vuelta al mundo en 80 días. Y cuando parecía que ya no quedaba ningún sitio por conocer, Verne me metió en una bala de cañón para que volara de la Tierra a la Luna.
Después, llegaron otras revelaciones. Los libros me condujeron a un tipo de viaje distinto, pero igual de apasionante, por la geografía de la naturaleza humana. Me entregaron emociones y sentimientos que apenas vislumbraba y que viví, con intensidad, vicariamente.
En ese viaje por la Otredad, Narciso y Goldmundo me anticiparon lo que era el amor incondicional. Sufrí la injusticia con Jean Valjean y sentí, como el viejo pescador cubano de Hemingway, la felicidad de capturar el gran pez y la tristeza de perderlo. Fui Hans Castorp. Y los dos maridos de doña Flor. Y fui Mishkin, Aglaia Ivanovna y Natasha Filippovna (los tres a un tiempo). Como Raskólnikov, me creí con derecho a matar, y hasta morí de una cuchillada kafkiana, como un perro y avergonzado.
¿Por dónde nos llevan los libros? Por todas partes; por el pasado, el presente y el futuro. Pero, sobre todo, la literatura nos lleva al encuentro con nosotros mismos. A nuestro interior más íntimo y a veces desconocido. Porque una novela, un cuento o un poema, si consiguen tocarnos, nos permiten leernos en las palabras que escribió El Otro. Cuando eso sucede, la literatura se convierte en un espejo para descifrarnos. Y quizás ese sea el mayor de los viajes.
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