VOY A HABLAR DE UN HOMBRE NATIVO DE LA ISLA DE HAWAI. Lo designaré con el nombre de Kaewe, que no es el suyo, pues, como ese hombre vive todavía, y como no conviene que el héroe de esta historia sea identificado, debo por fuerza acudir al seudónimo. Baste saber que la persona a quien me refiero nació cerca de Honaunau, lugar en donde hay una cueva que guarda los huesos de Keawe el Grande. Nuestro protagonista era pobre, valiente y activo. Leía y escribía como cualquier maestro de escuela. Pero su especialidad era la marinería, en la que se distinguió, ya como tripulante de los vapores isleños, ya, sobre todo, como patrón de un ballenero que operaba en las costas de Hamkua. Pero un día Keawe tuvo la tentación de los grandes viajes y de las grandes ciudades del extranjero, y para dar satisfacción a su ansiedad tomó pasaje a bordo de un buque de la línea de San Francisco.
Sabéis que ésta es una ciudad espléndida, que tiene una bahía de primer orden, y que figura entre las más ricas del mundo. Sabéis que hay en esa ciudad una colina enteramente cubierta de palacios. Pues bien; Keawe se paseaba un día por los declives
de esa maravillosa colina. Recreaba la vista en la contemplación
de los palacios, y gozaba de su paseo como quien lleva muchos
dólares en el bolsillo.
–¡Qué casas tan hermosas! –decía Keawe para sí–. ¡Cuán
felices serán los que las habitan, pues, a lo que colijo, no ha de
preocuparles el mañana!
Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando llegó frente a una casa, menos grande que las otras, pero no menos elegante que ellas, y dispuesta con tanto primor que parecía un juguete. Las gradas de la escalinata brillaban con reflejos argentinos, las orillas de los prados del jardín tenían el aspecto de guirnaldas arrojadas sobre el césped, y las ventanas eran de cristales tan puros que brillaban como pedrería. Keawe no pudo menos de detenerse para admirar aquella casita encantadora. Paseaba la vista por la fachada, cuando sus ojos descubrieron la presencia de un caballero que a su vez examinaba atentamente a Keawe. Aquel caballero estaba en el interior de un aposento, pero Keawe lo vio con tanta claridad, a través de la vidriera, como si fuera un pez de esos que vemos desde la altura de una roca en el fondo de un estanque diáfano. Era un hombre de cierta edad, calvo y con barba negra. En sus facciones llevaba impresas las huellas del dolor, y su pecho se levantó a impulsos de un profundo suspiro. Instantáneamente se estableció una corriente de simpatía entre el viajero kanaka y el californiano: Keawe envidiaba al dueño de la casita, y el dueño de la casita envidiaba a Keawe.
El caballero sonrió, saludó a Keawe y lo invitó para que entrara. CONTINUAR LEYENDO EL CUENTO
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