Llevaba cerca de quince días en aquella lucha. Lo que no comprendía era la tolerancia de Antonio para con aquel hombre. No: verdaderamente, era extraño.
El vagabundo pidió hospitalidad por una noche: la noche del miércoles de ceniza, exactamente, cuando se batía el viento arrastrando un polvo negruzco, arremolinado, que azotaba los vidrios de las ventanas con un crujido reseco. Luego, el viento cesó. Llegó una calma extraña a la tierra, y ella pensó, mientras cerraba y ajustaba los postigos:
-No me gusta esta calma.
Efectivamente, no había echado aún el pasador de la puerta cuando llegó aquel hombre. Oyó su llamada sonando atrás, en la puertecilla de la cocina:
-Posadera…
Mariana tuvo un sobresalto. El hombre, viejo y andrajoso, estaba allí, con el sombrero en la mano, en actitud de mendigar.
-Dios le ampare… -empezó a decir. Pero los ojillos del vagabundo le miraban de un modo extraño. De un modo que le cortó las palabras.
Muchos hombres como él pedían la gracia del techo, en las noches de invierno. Pero algo había en aquel hombre que la atemorizó sin motivo. El vagabundo empezó a recitar su cantinela: “Por una noche, que le dejaran dormir en la cuadra; un pedazo de pan y la cuadra: no pedía más. Se anunciaba la tormenta…“.
En efecto, allá afuera, Mariana oyó el redoble de la lluvia contra los maderos de la puerta.
Una lluvia sorda, gruesa; anuncio de la tormenta próxima. CONTINUAR LEYENDO
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