De niña, me llamaba mucho la atención el solo para adultos en películas o programas nocturnos. Pero ese mundo vedado, que para mí contenía secretos que aún no me correspondía conocer, no tardó en mostrar su miseria: con el tiempo comprendí que se le llamaba adulta a una historia solo por incluir altas dosis de violencia y sexo desenfrenado. Descubrí así que el término no se trataba de revelaciones imposibles de entender siendo niño aún, sino que apuntaba sólo una simplificación de lo que significa ser humano en nuestros tiempos.
Esta estúpida categoría de edad tiene su reverso en aquellas historias solo para niños, como suele identificarse a la literatura infantil, como si las expresiones artísticas tuvieran caducidad al momento de ser disfrutadas.
No se puede negar que existen historias cuya complejidad no las hace recomendables para niños. Pero esto parece deberse, principalmente, a que muchas de ellas narran aquellos temas retorcidos que los adultos han arrastrado a sus vidas con los años. No en vano en nuestro contexto cultural se tiende a considerar una obra infantil, más como término despectivo que como clasificación de género, si no se escribe desde lo ineludible en literatura latinoamericana en general y chilena en particular: dictaduras, política, marginalidad, urbanidad, pueblos originarios, identidad continental. A un niño puede que algunos de estos temas no le arranquen más que bostezos, y quizá con razón: con toda la razón que puede tener alguien que tenga intereses e imaginarios únicos y que los prefiera por sobre otros por resultarles más significativos. El punto es que nosotros también los tenemos, solo que nuestra adultez nos condiciona a ocultarlo para no ser rechazados por los intereses e imaginarios que la sociedad considera válidos. CONTINUAR LEYENDO
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