Comenzaré la historia de mis aventuras por cierta mañana, temprano, de primeros de
junio del año de gracia de 1751, en que eché por última vez la llave a la puerta de la casa
de mis padres. El sol empezaba a brillar sobre las cimas de los montes cuando bajaba yo
por el camino, y al llegar a la casa rectoral, los mirlos silbaban ya en las lilas del jardín, y
la niebla que rondaba el valle al amanecer comenzaba a levantarse y se desvanecía.
El señor Campbell, el pastor de Essendean, estaba esperándome a la puerta del jardín.
¡Qué bueno es! Me preguntó si había desayunado, y cuando le dije que no me faltaba
nada, apretó mi mano entre las suyas y me dio el brazo bondadosamente.
—Bien, Davie3
, muchacho —dijo—. Te acompañaré hasta el vado para ponerte en
camino.
Y echamos a andar en silencio.
—-¿Te apena abandonar Essendean? —me preguntó al cabo de un rato.
Os diré, señor —repuse—; si supiese adonde voy, o lo que va a ser de mí, os contestaría
francamente. Es cierto que Essendean es un buen lugar, y en él he sido muy feliz; pero
también es cierto que nunca he estado en otra parte. Muertos mi padre y mi madre, no
estaré más cerca de ellos en Essendean que en el reino de Hungría, y, a decir verdad, si yo
supiese que donde voy tenía posibilidades de superarme, iría de muy buen grado.
—¿Sí? —dijo el señor Campbell—. Muy bien, Davie. Ahora me corresponde a mí decirte
tu suerte, o por lo menos lo que puedo decirte de ella. Cuando tu madre se fue de este
mundo, y tu padre (hombre digno y cristiano) comenzó a contraer la enfermedad que le
llevó a su fin, me encargó de cierta carta que, según me dijo, era tu herencia, y añadió:
«En cuanto yo muera y hayan sido arreglados la casa y los efectos personales (todo lo cual
se ha hecho ya, Davie), entregad esta carta a mi hijo en mano, y mandadle a la casa de
Shaws, que no queda lejos de Cramond. De allí vine yo, y es muy lógico que allí vuelva
mi chico. Es un muchacho sensato —añadió tu padre— y sagaz, y no dudo que sabrá
apañárselas y que será querido dondequiera que vaya.»
—¡La casa de Shaws! —exclamé—. ¿Qué tenía que ver mi pobre padre con la casa de
Shaws?
—No lo sé —respondió el señor Campbell—. ¿Quién puede decirlo con seguridad? Pero el nombre de esa familia es el mismo que tú llevas, Davie, muchacho... Balfour de Shaws: una antigua, honrada y respetable casa, aunque venida a menos en estos últimos tiempos. Tu padre, por lo demás, era un hombre de saber, como correspondía a su posición. Nadie dirigía la escuela mejor que él; no tenía los modales ni la manera de hablar de un dómine cualquiera, por eso yo, como muy bien recordarás, me complacía en traerlo a la rectoría para que se reuniese con la gente distinguida, pues su compañía agradaba a todos los miembros de mi casa, a los Campbell de Kilrennet, a los Campbell de Dunswire, a los Campbell de Minch y a otros muchos, todos caballeros muy conocidos. En fin, para que estés al corriente de todo lo concerniente a este asunto, aquí tienes la carta testamentaria, escrita de puño y letra de tu padre, nuestro difunto hermano. Y me dio la carta, cuyo sobre decía: «Para entregar en mano a Ebenezer Balfour, señor de Shaws, en la casa de Shaws, por mi hijo, David Balfour.» CONTINUAR LEYENDO.
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