El rector de una universidad me dice: “No sé para qué sirve la literatura. No le encuentro sentido. Veo gente que dedica su tiempo a leer novelas, cuentos, poesía… ¿Qué ganan con eso?” Lo escucho, sorprendido.
“¿Tiene algún valor la literatura?”, me pregunta. Es como preguntar: ¿Tiene algún valor la imaginación? La literatura es un ejercicio de la inteligencia, necesaria para la vida tanto como el pan. En una ocasión, unos queridos amigos sacaron a la luz una revista literaria: “El pan y la palabra”, ¡tremendo título! “No sólo de pan vive el hombre…”, dijo Jesús. Necesitamos el pan de la palabra.
Desde el inicio de la humanidad, sobrevivimos por nuestra capacidad de soñar, de imaginar. Esa capacidad nos permitió prever, anticipar, inventar. Creamos historias para aprender, para divertirnos, para comunicarnos, para explorar posibilidades, escenarios alternativos, para meternos en otra piel y experimentar la vida desde otra perspectiva.
La mirada embelesada del oyente, del lector, del que completa el circuito de comunicación narrador/receptor, esa actitud que coparticipa y recrea, indica claramente que el acto de imaginar es primordial y básico de la especie. La literatura es sólo una formalización, una sistematización, un perfeccionamiento de ese acto básico, al establecer códigos de efectividad en distintos planos: el plano de la originalidad de las historias, del manejo eficiente de la lengua, del uso perspicaz de los recursos narrativos, del aporte hecho al fondo común del arte literario.
Sin imaginación, sin literatura, sin arte, el mundo se vuelve tosco, pedestre, insulso. Una rutina miserable, que aturde. Necesitamos soñar.
En la base de los pueblos están sus historias, su imaginario social. Las grandes sagas, las grandes culturas se congregaron alrededor de grandes textos: Los Upanishads hindúes, los textos de Lao Tse y Confucio en la China, los textos del Buda, el Pentateuco y los libros sagrados tibetanos, egipcios, babilonios… Grandes poemas, sagas heroicas… Las lenguas fueron pulidas, perfeccionadas, enriquecidas, acrisoladas por el trabajo de los escritores.
La literatura amplía horizontes, aporta puntos de vistas nuevos, nos permite vivir otras vidas, despierta nuevas maneras de pensar… Y anticipa. Antes de llegar a la luna, de explorar el lecho submarino, de surcar los cielos, alguien lo pensó, alguien escribió sobre ello, alguien colocó en el imaginario social esa idea.
¿Dónde estaríamos sin literatura? Talvez espulgándonos en las cavernas, sometido a la lucha feroz por la sobrevivencia, ciclo vegetativo en que viven los animales.
La literatura formaliza una competencia propia del ser humano: la de anticipar, prever, imaginar. Soñamos el viaje a la luna mucho antes de poseer la tecnología y capacidad de hacerlo; soñamos volar por los aires, explorar el fondo del mar; viajar alrededor del globo terráqueo; edificar torres que salten al cielo… Todo invento, todo avance, todo desarrollo fue antes que hecho, soñado. La literatura nos ha servido para ello.
La literatura también nos ha permitido entender que, por encima de las diferencias nimias que los separan originadas en la aclimatación a un entorno que talló en cada etnia peculiaridades diferenciadoras, en la base somos inmensamente parecidos. Miedos, esperanzas, anhelos, reacciones, pasiones, sacrificios… Todo anima en el corazón humano que es igual, por encima de culturas, colores, estadios de desarrollo y lenguas.
Cuando leemos, por ejemplo, a Haruki Murakami, del Japón, o cuando leemos a Homero, cuando nos embelesamos con la delicadeza de Emily Dickinson o nos sumergimos en los ríos verbales de Tolstoi, comprobamos que las diferencias de época, raza o cultura son simples pintorequismos frente a la realidad de las pasiones, creencias, valores, actitudes, conductas y esperanzas que mueven el corazón humano.
Sí, la literatura hermana, aúna, reúne, amiga. Tiende lazos, construye puentes, elimina temores, promueve comprensión, impulsa el entendimiento y la aceptación. Sin ella el mundo no sólo sería más pobre, sería más peligroso.
¿Podemos vivir sin ella? Sí, pero a un precio muy alto: nuestras vidas se limitarían a operar dentro de las condiciones de supervivencia fisiológica, sin mayores expectativas, sin grandes sueños.
Mentalmente estaríamos atrapados en nuestro ego. Creyéndonos distintos y mejores. Ignorando estúpidamente a los demás. De espaldas a la variedad y amplitud del mundo. Mezquinamente reducidos a lo poco que somos, en vez de crecer a lo inmenso que podríamos ser.
No hay comentarios:
Publicar un comentario