Cuando me propusieron la intervención en este acto inaugural, estuve dudando no sólo en aceptar tal intervención, sino en qué tema abordar que pudiera servir en una ocasión como ésta. Salí de dudas al encontrar mi nombre, en algunos medios de comunicación, acompañado del adjetivo «filósofo». Tengo tanto respeto por esa palabra que me parecía excesivo y un no sé si anacrónico semejante epíteto. ¡Qué más quisiéramos que ser filósofos, sabios, inteligentes, conocedores de lo que verdaderamente importa en la vida, de la trama que teje nuestros intereses, nuestros deseos y pasiones, nuestras elecciones y rechazos, nuestras verdades y mentiras!
Sólo soy un profesor Filosofía que ha creído siempre que es el espejo del lenguaje el lugar donde anida y vuela el conocimiento. Intentaré, pues, cumplir una vez más con su oficio en una breve reflexión sobre uno de los aspectos de la comunicación y las palabras.
La filosofía, como es sabido, se inició con el asombro —thaumasía—. Una extrañeza ante el mundo que los seres humanos intentaban comprender, asimilar, decir. Un asombro provocado por la experiencia de vivir, de sentir y, al mismo tiempo, por conocer el significado de todo aquello que rodeaba cada existencia. También el significado de las palabras. Por ello fue la filología el descubrimiento de la diferencia entre lo que decimos y lo que queremos decir.
El asombro implicó una distancia, una lejanía de todo lo que nos asombraba. Y esa distancia creada por la necesidad del «todavía no saber», ese maravilloso dominio de abstracciones, dio lugar a la theoría. Teoría significó mirada, visión, que requería ser interpretada, ser dicha. El hallazgo de ese dominio que se extendía desde nuestros sentidos, nuestros ojos, hasta el posible objeto real del que desconocíamos su significado, su contenido, creó el lugar teórico donde se fundó la cultura, la paideía; el campo donde floreció el universo del lenguaje.
Un territorio intermedio que construido por el asombro y la pasión de conocimiento, acabó consolidándose en palabras, origen de comunicación y solidaridad. Ese despertar al saber, al decir; ese nacimiento al espacio ideal del lenguaje, estableció el exclusivo principio de la humanización. Una humanización que fue incorporando el inmenso continente de lo que decíamos sobre el mundo, y en el que ese decir iba entrando en nuestra alma que «es todas las cosas», — según la expresión de «los primeros que filosofaron»— y que puede «decir todas las cosas». Un decir que se asentó en cada individuo y que, muchas veces, aun sin ser consciente de ello, le hizo estar en la realidad, construir la realidad y, de paso, construirse a sí mismo.
Tan profundamente forja nuestra personalidad que aquello que es «cultura», invento de los seres humanos impulsados por la necesidad de convivencia y comunicación, ha llegado a rebajarse, de nuevo, a simple naturaleza, a un organismo que nos alienta y mantiene con la misma precisión, soledad e inconsciencia con que nos sustenta nuestro cuerpo. Una sorprendente paradoja: Lo que es fruto y tejido de la memoria puede ser también el oscuro, infinito desierto del olvido. CONTINUAR LEYENDO
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