jueves, 16 de noviembre de 2017

LAS OTRAS ISLAS. Un magnífico cuento de Inés Garland sobre "La Guerra de las Malvinas·.


La "Guerra de Las Malvinas" fue todo un despropósito, como lo suelen ser todas las guerras. Una dictadura, la argentina, que vio su salvación en la llamada al sentimiento devorador que es el patriotismo guerrero; y un país, El Reino Unido, que todavía seguía pensando que lo que colonizó fue por encargo de la voluntad divina y que, como tal, había que mantener: "cueste lo que cueste", que decían los carlistas, incluidos los catalanes de aquel tiempo (¿y de ahora?). Y tras esas estupideces, aparecen siempre las víctimas, los mandados, los privados de voz, los ningnos. Son aquellos que con su sangre y con las lágrimas de quienes les lloran llenan las copas del brindis macabro de los y las que mandan: Leopoldo Galtieri y Margaret Thatcher, en aquel tiempo. Este maravilloso cuento de Inés Garland pone el acento en esos olvidados, algo que, paradójimaente, en vez de lograr el olvido, nos hace recordar con mayor claridad la injusticia que hay detrás de todo el belicismo.

LAS OTRAS ISLAS

Para contar esta historia me gustaría volver a tener trece años, volver a esos días en los que no me interesaba la política ni la manera en que estaba dividido el mundo. Mi mundo era nuestra isla en el Delta, cada día de ese verano en el que conocí a Yagu, a Tatú y a Caroline (que, en inglés, se dice Carolain y con una erre distinta). En esos días, los ingleses eran solo Caroline y su papá, nuestros vecinos de la isla, no una nación que queda en otra isla muy lejana con reyes y primeros ministros, habitantes, soldados, y la idea, compartida por muchos, de que hay que apropiarse de partes del mundo que parecen no tener dueño.
Yagu y Tatú llegaron a la isla un jueves de enero, en el medio de nuestras vacaciones de verano. Mis hermanos y el hijo del doctor se bañaban en el río, pero a mí se me habían puesto los labios azules y mamá me había obligado a salir del agua y acostarme al sol. Los perros corrieron ladrando al muelle de los ingleses -le decíamos así porque era el muelle de la casa de Caroline y su papá y yo dejé el calorcito de las maderas y me levanté para ver quién llegaba. La colectiva aminoró la marcha y empezó las maniobras de atraque. Yagu estaba en el techo buscando la valija entre las cajas para el almacén, las bolsas de naranjas que la colectiva llevaba al Tigre y la torre de hueveras de cartón llenas de huevos frescos para el papá de Caroline. Tatú apareció por la popa de la colectiva, subió al muelle y atajó la valija que le tiró Yagu desde el techo. Era una valija verde, grande, pero él ni se tambaleó. La atajó, la bajó y se agachó a acariciar a los perros y a hablarles como si hubiera llegado sólo para visitarlos a ellos.

Todos nos quedamos mirando el desembarco de los recién llegados. Y esto fue lo que vimos, o, mejor dicho, lo que vi yo, porque los varones nunca parecían ver las mismas cosas que yo. Caroline apareció en el muelle en el momento en que Yagu saltaba del techo. Y Yagu aterrizó tan cerca de ella que casi la tocaba. Por un momento se quedaron los dos muy cerca, se miraron, se midieron, se gustaron tanto -vi yo que no se podían mover. Después, Yagu se alejó y se rió y dijo algo que no pude escuchar. Ella ni le sonrió. Era seca Caroline. Esa era la palabra que usaba papá. Seca. Como todos los ingleses, decía papá. El de la colectiva le pasó la torre de huevos a Caroline y la colectiva se alejó con su rugido. Los chicos aprovecharon las olas para tirarse al agua otra vez, pero yo me quedé mirando a esos tres ahí. A Caroline y a Yagu, que parecían hipnotizados, y a Tatú, con los perros; hasta el Negro, el perro más malo, lo saludaba como si se conocieran de toda la vida. CONTINUAR LEYENDO

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