jueves, 30 de noviembre de 2017

Al joven que yo era. Un artículo de Antonio Orejudo publicado en El País.

Nunca se ha escrito y leído tanto como ahora, pero no son los textos que tú imaginas. Y ya nadie se considera un ignorante por no haber leído a Kafka.

Hola. Supongo que leerás esta carta en tu cuarto. Te imagino delante de la Olivetti con un papel de calco entre dos folios y fumando tu tabaco favorito. Aquí es impensable fumar en casa, salvo que vivas solo, y casi nadie utiliza ya máquinas de escribir. Aquí usamos ordenador. Ya sé que para ti un ordenador es un cacharro enorme y carísimo, que sólo tienen tus compañeros más ricos, pero los nuestros son mil veces más baratos, mil veces más potentes y mil veces más pequeños; se pueden llevar en el bolsillo y están interconectados, lo que nos permite leer en cualquier momento cualquier documento en cualquier lugar del mundo. La gente va en los transportes públicos, leyendo o escribiendo con los pulgares en un teclado minúsculo, mucho más pequeño que el de tu Olivetti. Nunca se ha escrito y se ha leído tanto como ahora. Claro que no son los textos que tú imaginas. Aquí no se lee a Borges, ni a Cortázar, que tanto te gusta, ni a García Márquez, el colombiano que acabas de descubrir. Aquí los chicos de tu edad ya no sienten curiosidad por las lecturas que a ti te interesan.

Tú, que idealizas a los autores, debes saber que aquí la autoría está de capa caída; los autores han perdido el peso y el prestigio social que todavía tienen allí. Tú piensas que publicar una novela es lo más grandioso que puede hacer un ser humano, pero aquí una ­novela la puede publicar cualquiera. En una editorial o por sus propios medios. Hay miles de novelas disponibles. Poca gente las lee, pero se publican, y es muy difícil saber cuál de ellas merece la pena porque ya nadie se fía del juicio de nadie, y nadie está dispuesto a reconocer magisterio alguno. Hay una quiebra del crédito y la confianza, una pérdida de inocencia, una rebelión contra las élites, sean estas políticas, económicas o culturales. Las librerías además están cerrando, como los cines; quedan algunas, las más grandes o las más especializadas, pero la mayoría se han marchitado.

Y no es que tú hayas leído mucho, pero lo sabes y te avergüenzan tus lagunas. Eso te honra. Alguien te preguntó un día si habías leído a Kafka, y tú bajaste la vista y acto seguido fuiste a la biblioteca y pediste sus obras completas. Aquí esa vergüenza, la vergüenza de la ignorancia, ha desaparecido. Bueno, no es que haya desaparecido; es que nadie se considera ignorante por no haber leído a Kafka, que es diferente.

¿Sigues queriendo venir? ¿Sigues queriendo ser escritor en un lugar y en un tiempo en el que la literatura se ha convertido en algo residual?

Una cosa sí es cierta: la revolución tecnológica que ha arrinconado los libros todavía no ha conseguido satisfacer el viejo anhelo de viajar en el tiempo. Eso por el momento sólo es posible con los libros: tu admirado Kafka aparece en tu cuarto cada vez que abres sus obras. Y esto que estoy haciendo yo —regresar a 1980 y escribirle una carta al joven que yo era entonces—, eso sólo puede hacerse con literatura, a través de un género tan antiguo y tan humilde como la carta.

En fin, tú decides, Toñín.

Un abrazo.

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