Hugh fue hasta la esquina de la casa en busca de su madre, pero no estaba en el jardín. A veces salía para hacer como que se ocupaba del arriate con las flores de primavera —carraspiques, minutisas, lobelias (los nombres se los había enseñado ella)—, pero hoy el césped con los arriates de flores de muchos colores estaba vacío bajo el delicado sol vespertino de mediados de abril. Hugh corrió de nuevo hacia la casa, seguido por John. Superaron los escalones de la entrada en dos saltos y la puerta de la calle se cerró con fuerza tras ellos.
—¡Mamá! —llamó Hugh.
Fue entonces, ante el silencio pertinaz mientras esperaban en el vestíbulo vacío, de suelo encerado, cuando Hugh sintió que pasaba algo raro. No había fuego en la chimenea del cuarto de estar, y como estaba acostumbrado al parpadeo de la lumbre del hogar durante los meses fríos, la habitación, en aquel primer día de primavera, parecía extrañamente desnuda y triste. Hugh se estremeció primero y luego se alegró de que John estuviera con él. El sol brillaba en un trozo rojo de la alfombra floreada. Rojo brillante, rojo oscuro, rojo muerto: a Hugh le enfermó el repentino recuerdo estremecido de «aquella otra vez». El rojo se oscureció hasta convertirse en negro vertiginoso.
—¿Te pasa algo, Brown? —preguntó John—. Estás muy pálido. Hugh se repuso y se llevó la mano a la frente.
—Nada. Volvamos a la cocina.
—No me puedo quedar más que un minuto —dijo John—. Estoy obligado a vender esas entradas. Tengo que merendar y salir corriendo.
La cocina, con los impecables paños a cuadros y los cacharros limpios, era en aquel momento la mejor habitación de la casa. Y sobre la mesa esmaltada había una tarta de limón hecha por ella.
Tranquilizado ante la cocina de todos los días y la tarta, Hugh regresó al vestíbulo y alzó la cabeza para llamar escaleras arriba.
—¡Madre! ¡Mamá, por favor!
Tampoco ahora obtuvo respuesta.
—Mi madre ha hecho la tarta —dijo Hugh. Rápidamente encontró un cuchillo y la cortó, para disipar el sentimiento de terror, cada vez más intenso.
—¿Crees que la debes cortar, Brown?
—Por supuesto, Laney.
Aquella primavera se llamaban por el apellido, a no ser que se les olvidara. A Hugh le parecía deportivo y adulto y en cierto modo espléndido. John le gustaba más que ningún otro de sus condiscípulos. Era dos años mayor y, comparados con él, los otros chicos le parecían un estúpido montón de inútiles. John era el mejor alumno de segundo curso, inteligente pero sin ser el favorito de ningún profesor, y el mejor atleta por añadidura. Hugh estaba en primero y no tenía demasiados amigos; en cierto modo se había apartado de los demás porque tenía muchísimo miedo.
—Mamá siempre me prepara algo apetitoso para cuando vuelvo de clase. —Colocó una generosa porción de la tarta en un plato para John… para Laney.
—Está buena de verdad.
—La tapa es de galletas integrales machacadas, en lugar de la masa normal de las tartas —dijo Hugh—, porque la masa da mucho trabajo. A nosotros nos parece que la masa hecha con galletas integrales es igual de buena. Claro que mi madre podría hacer masa corriente si quisiera. CONTINUAR LEYENDO
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