El abuelo jorobado tenía una plantación de varios bananos a la orilla de un sinuoso arroyo. Los frutos crecían en grandes racimos y el anciano iba todos los días, con su espalda doblada, a venderlos en las calles. Así no tenía que preocuparse por el sustento.
Estaba muy solo, no tenía ni un familiar que lo acompañara y cada vez que veía niños se acercaba a acariciarlos y no podía contener las lágrimas: "¡Ay! ¡Si yo tuviera un niño!" - pensaba.
No obstante, cuando se ponía de cuclillas a la orilla del arroyo y contemplaba los racimos de los bananos, se consolaba a sí mismo diciendo: "¿Acaso éstos no son mis niños?
Pero un año cayó una gran nevada que estropeó todos los bananos. Luego sopló el viento del norte, tirando todos los frutos al suelo.
El abuelo sufrió un gran dolor.
En la primavera siguiente, sólo las raíces de un banano dieron brotes y el anciano se apresuró a regarle y ponerle fertilizantes. El árbol creció tan rápido que en tres meses ya había dado una banana. Nuestro amigo se sintió afligido al ver que sólo había dado un fruto, pero luego recapacitó y se dio cuenta de que aquello era mejor que nada.
La banana crecía cada vez más, hasta que alcanzó el grosor de un cubo de agua y al estar en la copa del árbol, dobló el tronco con su peso.
Cierto día, un hermoso pavo real se acercó volando, le dio un picotazo a la fruta y volvió a levantar vuelo. La cáscara de la banana se abrió con ruido y un hermoso niño gordito salió de adentro, cayó y corrió hacia el abuelo, diciéndole, al tiempo que le abrazaba la pierna: "Papá, papá."
El anciano con su espalda encorvada alzó al niño en brazos, acercando hacia él la carita fresca y sonrosada y le llamó "Hijo del banano". CONTINUAR LEYENDO
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