martes, 8 de mayo de 2018

Un ojo desaparecido. Cuento de Mijaíl Bulgákov:

Así pues, había transcurrido un año. Justamente un año desde el momento en que llegué a esta misma casa. También entonces colgaba una cortina de lluvia detrás de las ventanas y también entonces las últimas hojas de los abedules se marchitaban melancólicamente. Parecía que nada había cambiado a mi alrededor. Pero yo sí había cambiado mucho. Decidí festejar, en la más completa soledad, esta noche de recuerdos…

Me dirigí por el crujiente suelo a mi dormitorio y me miré en el espejo. Sí, había una gran diferencia. Un año antes, en el espejo recién sacado de la maleta se había reflejado un rostro afeitado. En ese entonces, la raya a un lado adornaba la cabeza de veinticuatro años. Ahora la raya había desaparecido. Los cabellos estaban echados hacia atrás sin ninguna pretensión. Es imposible seducir a nadie con la raya en el pelo si te encuentras a treinta verstas de la línea del ferrocarril. Lo mismo en cuanto al afeitado: sobre mi labio superior se había establecido firmemente una franja que parecía un cepillo de dientes amarillento y duro y mis mejillas se habían vuelto como un rallador, de modo que si durante el trabajo sentía comezón en el antebrazo, era muy agradable rascármelo con la mejilla. Suele ocurrir así si en vez de tres veces a la semana te afeitas sólo una.

En alguna ocasión, en algún lugar… no recuerdo en dónde… leí algo acerca de un inglés que fue a parar a una isla desierta. Era un inglés muy interesante. Estuvo en esa isla hasta tener alucinaciones. Y cuando un barco se acercó y la lancha arrojó a los hombres salvavidas él –anacoreta– los recibió con disparos de revólver, creyendo que se trataba de un espejismo, de un engaño del desierto campo de agua. Pero ese inglés estaba afeitado. Cada día se afeitaba en la isla deshabitada. Recuerdo que este orgulloso hijo de Britania me produjo la más grande admiración. Cuando vine a este lugar, puse en mi maleta una maquinilla de afeitar Gillette, con una docena de hojas de recambio, una navaja y una brocha. Había decidido firmemente que me afeitaría cada tercer día, porque este lugar no era en nada inferior a una isla deshabitada.

Pero sucedió que, en cierta ocasión, un claro día del mes de abril, después de que yo hubiera colocado todos esos encantos ingleses bajo un dorado y oblicuo rayo de luz y hubiera dejado impecable mi mejilla derecha, irrumpió, trotando como un caballo, Egórich, calzado con unas enormes botas rotas, y me informó que una mujer estaba dando a luz en los matorrales del vedado, junto al riachuelo. Recuerdo que con la toalla me limpié la mejilla izquierda y salí a toda prisa acompañado de Egórich. Éramos tres los que corríamos hacia el riachuelo, turbio y crecido en medio de los desnudos sotos de mimbres: la comadrona llevando las pinzas de torsión, un rollo de gasa y un frasco de yodo, yo con los ojos extraviados y saltones y, detrás, Egórich. Éste, a cada cinco pasos, se sentaba en la tierra y, maldiciendo, arrancaba pedazos de su bota izquierda: se le había despegado la suela. El viento volaba a nuestro encuentro, el dulce y salvaje viento de la primavera rusa. La comadrona Pelagueia Ivánovna había perdido su pasador y sus cabellos recogidos en un moño se habían soltado y le golpeaban el hombro.CONTINUAR LEYENDO

Fuente: narrativabreve.com

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