-Queridos -dijo la condesa- hay que ir a acostarse.
Los tres, niños y niñas, se levantaron y fueron a abrazar a su abuela.
Después vinieron a darle las buenas noches al señor cura, que había cenado en el castillo como todos los jueves.
El abad Mauduit sentó a dos sobre sus rodillas, pasando sus largos brazos vestidos de negro por detrás del cuello de los niños y, aproximando sus cabezas con un movimiento paternal, les besó la frente con un beso muy tierno.
Después los volvió a poner en el suelo, y las pequeñas criaturas, el niño delante y las niñas detrás, se fueron.
-¿Le gustan los niños, señor cura? -preguntó la condesa.
-Mucho, señora.
La anciana señora levantó sus ojos claros hacia el sacerdote.
-Y… su soledad, ¿nunca le ha pesado demasiado?
-Sí, a veces.
Él se calló, dudó, y después continuó:
-Pero yo no he nacido para la vida mundana.
-¿Qué sabe usted de eso?
-¡Oh! Lo sé bastante bien. Yo fui creado para ser sacerdote, he seguido mi senda.
La condesa lo observaba continuamente:
-Veamos, señor cura, dígame, dígame, ¿cómo se decidió a renunciar a todo lo que nos hace amar la vida, a todo lo que nos consuela y nos sostiene?. ¿Quién lo ha empujado o inducido a apartarse del gran camino natural, del matrimonio y la familia? Usted no es ni un exaltado, ni un fanático, ni un sombrío, ni un triste. ¿Ha sido algún acontecimiento, una pena, lo que lo ha decidido a pronunciar votos de por vida?
El abad Mauduit se levantó y se aproximó al fuego, después extendió hacia las llamas sus zapatones de sacerdote de pueblo. Parecía siempre dudar a la hora de responder. CONTINUAR LEYENDO
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