Angelo era por fin libre. Tenía veintiún años, el capital mayor de Nápoles y el título de Marqués de Castelfiore. Era un joven verdaderamente seductor, hermoso como la mayor parte de los que nacen bajo el cielo azul de la bella Italia. Su corazón era perla de un valor inestimable, y estaba dotado de grandes virtudes; pero desgraciadamente su cabeza era bastante ligera. Así, pues, una vez terminado el luto que llevaba por el difunto Marqués, su padre, lanzóse en ese torbellino del que muchas veces no se sale ileso y que se llama “sociedad”. Su belleza y su figura eran dos tarjetas de entrada tan valiosas, como no lo es sino rara vez otra alguna.
Abrió el mundo su boca de monstruo, y el joven inexperto se precipitó en ella ansioso de placer.
Angelo se divertía, !y tanto! Estaba siempre contento, siempre risueño y feliz. Y su madre, la buena y virtuosa Marquesa, sonreía al verle y gozaba con la satisfacción suya. Angelo era mimado. Los hombres gozaban con su dinero; para las mujeres era un partido soberbio.
En sus palacios se veía el oro, la plata y el bronce en vajillas y estatuas. Las lámparas de rica porcelana o alabastro, los jardines de mármol y las columnas de pórfido brillaban por doquier. Allí se daban festines en que corría la champaña en tanta abundancia, como el oro en las mesas de juego. En los bosques de sus posesiones había frecuentes cacerías, a las que asistió la nobleza. Era, pues Angelo, el señor más poderoso de Nápoles. El llegó, por desgracia, a comprenderlo, y una embriaguez más peligrosa que la del alcohol, invadió su cerebro.
–Angelo –le dijo un día un amigo–, ¿has notado una cosa?
–¿Cuál?
–Que Lucrecia te ama.
–Bah! –dijo él soltando una carcajada–, parece que hasta las feas se atreven a amarme.
–¿Y tú?
–¿Yo? ¡Pues me dejo amar! No amo sino a la duquesita de Rossi.
–Hola! ¿Y es tu prometida?
–Ya lo creo.
–Pobre Lucrecia!
Era ésta una joven de diez y nueve años, delicada, sumamente delgada y pálida; tenía los ojos hermosísimos, negros y brillantes; pelo castaño, corto y muy lacio; nariz recta y clásica, y boca adorable. Su corazón era de ángel y su talento superior. Era bastante pobre, pero pertenecía a la nobleza. CONTINUAR LEYENDO
Fallecimiento de Rafaelita a sus 23 años
Ya en Nicaragua, cuando se hallaba en León recitando su “Elogio a don Vicente Navas” la noche del 2 de febrero de 1893, Rubén Darío fue interrumpido por la entrega de un telegrama en que se le comunicaba la gravedad de su esposa. El poeta presintió su muerte, acaecida a las nueve de la mañana del 26 de enero en San Salvador, a causa de una excesiva dosis de cloroformo que accidentalmente le suministró el doctor Tomás Palomo al intervenirla quirúrgicamente. Entonces, lleno de dolor, ahogó su pena en el alcohol durante ocho días. Rafaelita tenía 23 años, ocho meses y cinco días de edad al fallecer, y había pedido, en breve carta a su esposo, que dejara a su madre el cuidado de Rubén Álvaro, si algo fatal le sobreviniera en la operación a que iba a someterse.
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