Los libros son los tatuajes de la memoria. Nos dibujan emociones y huellas de una experiencia, de un deseo, de un conjuro sobre el que ser. Cada uno tiene un trazo, un estilo, un significado. Lo mismo que pueden leerse por fuera para saber acerca de la persona cuya piel ornamentan, su lenguaje revelaría nuestro espíritu si fuese posible exhibir el cuerpo de nuestra memoria. Las lecturas que fuimos y nos siguen permitiendo ser otro, muchos, diferentes entre sí y un solo ADN: la literatura. Leer es la mejor manera de tener y de sentir una identidad de yoes y de ellos, y la celebración del nosotros. Porque todos somos Stevenson, Cortázar, Borges, Poe, Flaubert, Faulkner, Camus, Kafka, Scott Fitzgerald, Henry Miller, Virginia Woolf, Jane Austen, Mary Shelley, Simone de Beauvoir, Anais Nin, María Zambrano o Alice Munro. Una interminable lista de nombres en los que reconocernos en sus personajes, en sus aventuras y en sus ideales, tatuados en tinta negra, azul cobalto o verde cromo. A los libros les debemos la capacidad de explorar nuevas realidades, de entender la que a diario nos exige compromiso y batalla, y el diálogo con la parte secreta de lo que somos. También la manera en la que leemos a quiénes nos despiertan el deseo, la pasión, el miedo, la curiosidad de descifrar su misterio. Cada libro es un mapa único y a la vez una brújula abriéndonos un mundo por el que se viaja con los ojos de los labios. Los que miran y pronuncian hacia dentro la letra de la voz con la que la escritura relata. Los que silabean la lectura de la piel que uno se aventura a leer, al mismo tiempo que escribe sobre ella. No hay susurro más hermoso que el de la unión de los labios con los que nos contamos lo que el libro nos cuenta, y el de los cuerpos que se narran el uno al otro. Lo que convierte la lectura en un acto de amor, en una actitud de conquista y de placer.
«Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado. Recuerdo con nitidez esa magia de traducir las palabras en imágenes». Lo dijo Vargas Llosa, uno de nuestros escritores Nobel. Comparto ese mismo deslumbramiento. No me olvido tampoco del que produce la magia para un niño de traducir las imágenes en palabras. De ver y nombrar, de nombrar, aprehender e idear otras imágenes a las que delinearle una figura. Su caligrafía lenta, suave, con el lápiz en voz baja sobre el papel. Mamá, mimar, casa, árbol, montaña, felicidad. Iguales en el sonido de la lectura deletreada despacio, moldeando el eco de lo fonético entre el paladar, la lengua y las consonantes labiales; diferentes en la mirada que las imagina lo mismo que en la escritura con la que expresamos los significados con los que nombrar nuestro mundo, y el recinto de los afectos. Cada uno tiene su propia representación de la madre, de sus mismos, de la casa, de un árbol, de una montaña o de la felicidad. Las palabras comunes y a la vez únicas son la prestidigitación de un contorno con sonido en el que sucede el presagio de lo que se nombra. Sus tonos, su intensidad o su flexión crean cromatismos y música, y hacen que las palabras sean responsables de lo que dicen y de la forma en cómo lo dicen. Ese es el poder de su embrujo, contagiado a través de su naturaleza escrita y de su lectura, y cuyo botín es la ventana que nos abre en la mente o en el corazón. En lo real y en lo imaginado. Allí donde conversamos acerca de miedos o emprendemos esperanzas. Es profunda la huella de la emoción de ese primer momento en el que sentimos y comprendemos lo que significa un libro y la forma en la que lo hacemos nuestro, y después intercambiamos con los otros. Es triste pensar que el hechizo de ese asombroso descubrimiento de nuestra infancia, y de la primera identidad que pensamos para ser en el mundo -pirata, princesa, soldado, bailarina, arponero o capitana- se adormezca muchas veces en la adolescencia de lo rebelde y nunca más otro libro lo despierte. Ni siquiera se la da la oportunidad a que nos bese.
Nadie nace lector, lector hay que hacerse. Libro a libro aprendemos a leer, a degustar, a exigir al lenguaje, la manera en la que funciona la historia y resuelve su conflicto, su enigma, la vida impresa de los personajes entre los que caminamos. Igual que lo hacemos con Muñoz Molina en su última novela ensayo y moleskine, Un andar solitario entre la gente, en la que nos propone la celebración del flaneur y del instante espontáneo, una reflexión acerca de los residuos cotidianos del consumo, una aventura sobre ser náufrago en la calle, y la polifonía de la ciudad que se puede escuchar con la mirada. La lectura apasiona porque, como defiende Pere Gimferrer –poeta del amor para salir del coto cerrado de uno mismo, lo hace en su último libro Las llamas- el texto en pos de otro texto y, a través de él, en pos del autor nos proporciona que en ésta búsqueda todos podamos reconocernos. Esto es lo que distingue un libro de otros, el que nos enseña el pulso de las palabras y se asoma dentro de nosotros, de los que al terminar se convierten en humo.
La lectura es uno de los ejes fundamentales que expresan el progreso económico, moral y crítico de una sociedad. En España se lee poco. Los informes de la Federación del Gremio de Editores cuantifican un 50% de ciudadanos sin rubor en afirmar que nunca lee, y otra mitad que lo hace por ocio. Las cifras pueden operarse en función de intereses, la realidad no. Así que no importa el peso de la estadística y sí la gravedad de la escasa respuesta de los ciudadanos ante la falta de ética que exhiben los políticos en casos de corrupción, de violencia, de supremacía, de incapacidad para gestionar divergencias y confrontaciones. No hacerlo supone aceptar la realidad que se nos imponga, y su lenguaje de la posverdad, sus reglas de la moral en justicia y convivencia. Leer es pensar. La mejor fórmula para defendernos de sectarismos, desafiar lo trillado, luchar desde la ética del coraje y la inteligencia audaz. De viajar a través de los ámbitos de lo fantástico. ¿Se enseñan estas aptitudes y bienes en la educación cuando se invita a la lectura? ¿Se despierta el entusiasmo de los jóvenes lectores desde la pasión lectora de la docencia? ¿Leer ha dejado de ser una herramienta eficaz para enriquecer el sentido de las cosas y el mundo? ¿Hemos convertido los libros en objetos de anticuario, y la lectura en una exigencia inservible?
Nadie se atreve a hacer un diagnóstico concluyente ni a buscar un medicamento que abra el apetito de leer y contribuya a mejorar la salud del sector del libro y a favorecer su calidad de prestaciones. Ninguna televisión apuesta en serio por la promoción de la cultura ni por la importancia de leer más allá del entretenimiento. Todo queda en la fiesta de rosas de mañana en Barcelona, esperemos que con la misma celebración de siempre, y con las ferias del libro que empiezan a florecer en muchas ciudades. Aunque en otras es más bien una verbena de barrio.
Lo he reivindicado muchas veces. Leer en presente es un indicativo de cultura. Yo leo, tú lees, él lee, nosotros leemos, vosotros leéis, ellos leen. En los autobuses, los metros, los trenes, los aviones, los barcos, los parques, las bibliotecas, las salas de espera, las cafeterías, las playas, en las casas de hoy y del mañana que celebramos libro adentro. Y también libro afuera, porque cada calle es una página de la ciudad por la que transitamos como palabras sueltas de un lenguaje que nos va escribiendo sin que nos demos cuenta, convirtiéndonos en personajes de una historia sobre el amor, el tiempo, la muerte. En un relato que encaja en los otros. Por eso cada día, y mañana más, dejo que un libro me bese.
Fuente: laopiniondemalaga.es/
No hay comentarios:
Publicar un comentario