lunes, 2 de noviembre de 2020

El rey de los topos y su hija. Un cuento ilustrado de Alejandro Dumas.

En las afueras de un pueblito de Hungría, tan pequeño que su nombre ni siquiera aparece en el mapa, había una casita en la que vivía una pobre viuda con su hijo. 

La viuda se llamaba Madeleine, y su hijo Joseph.

Un pequeño huerto, tras el cual había un campo, era toda su riqueza. 

Trabajaban en él con tenacidad, y vendiendo frutas y cosechando trigo se ganaban la vida, aunque pobremente, es cierto. Pero ninguno de los dos tenía otra ambición que disfrutar aquello que les fue concedido por la parsimoniosa bondad del Señor. 

Joseph siempre había sido un buen hijo, un muchacho piadoso. Amaba a su madre, la cuidaba en su vejez y nunca la había hecho sufrir, al menos no de manera deliberada. Así llegó a la edad de veinte años.

Era un joven apuesto de 1,62 metros, bien distribuidos a lo largo de su mediana estatura, con un hermoso pelo rubio y rizado, tal y como aquel con el que los iluminadores del siglo XVI dotaban a los ángeles en los misales. Tenía los ojos muy rasgados, tan azules como el cielo, los dientes blancos y una tez que, a través de su bronceado, reflejaba la frescura y la salud de la juventud.

Joseph siempre había sido festivo y alegre. El domingo, después de vísperas, era el primero en salir corriendo tras los violinistas, y una vez daban la señal para que el baile empezara, no abandonaba el lugar hasta que el último músico pasaba el arco sobre las cuerdas de su violín.

El resto de la semana era totalmente diferente. El pueblo no conocía un hombre más trabajador que él: labraba el campo, araba el huerto, injertaba árboles y podaba los rosales; pues, gracias a la manera en que organizaba sus cosas, tenía tiempo para todo, y en medio de los perales, manzanos y melocotoneros, había también lugar para las flores.

A menudo su madre quería ayudarle, aunque solo fuese quitando la maleza de los caminos o los parterres. Pero él, riendo, le quitaba el azadón de las manos y le decía:

–Madre, cuando usted se tomó la molestia de tener un hijo tan grande y robusto como yo, hizo la promesa a Dios de que una vez ese niño tuviera veinte años, usted podría descansar. Ya tengo veinte años, así que descanse. Y si no quiere dejarme solo, pues mucho mejor. Siéntese allí, que el solo hecho de verla me dará ánimos. CONTINUAR LEYENDO

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