viernes, 27 de noviembre de 2020

La invasión sin paralelo, un cuento de Jack London

 Fue en el año 1976 cuando la contienda entre el mundo y China alcanzó su apogeo, y éste fue el motivo por el que se retrasó la celebración del segundo centenario de la libertad americana, y que otros muchos planes concebidos por las naciones de la tierra fueran reformados, revueltos o aplazados por idéntica razón.

El mundo se despertó de pronto ante el peligro que corría, pero desde hacía más de setenta años los acontecimientos tendían hacia esta crisis.

El año 1904 marca lógicamente el principio de un desarrollo que setenta años más tarde debía hundir al mundo entero en la consternación. En este año tuvo lugar la guerra ruso-japonesa, y los historiadores de la época anunciaron gravemente que aquel conflicto marcaba la entrada de Japón en la familia de las grandes naciones.

Las naciones occidentales habían intentado en vano estimular a China, pero con su natural optimismo y el egoísmo de raza habían llegado a la conclusión de que la tarea era imposible.

La verdadera causa de su fracaso, fue que entre ellas y China no existía ningún vínculo psicológico. Sus maneras de pensar eran radicalmente diferentes y no tenían un vocabulario común. El espíritu occidental no penetraba sino superficialmente en el espíritu chino y se perdía rápidamente en un laberinto sin salida. El espíritu chino quería sondear el espíritu occidental y chocaba siempre contra un muro infranqueable. No existía ningún medio de comunicar las ideas de Occidente a la mentalidad china. Y China seguía durmiendo. Los éxitos y progresos materiales del Oeste seguían siendo para ella letra muerta, y el Occidente no podía comprender tampoco la letra y el espíritu chinos. En el trasfondo de la conciencia de una raza de lengua inglesa, por ejemplo, yacía una capacidad de vibrar al oír el más mínimo atisbo de raíz sajona, y el subsuelo de la mentalidad china se estremecía a la vista de sus radicales monosílabos. Pero el chino se mostraba refractario a la fonética sajona, como el inglés a los caracteres jeroglíficos. Sus espíritus estaban compuestos de diferentes materiales. Y he aquí cómo los progresos y éxitos materiales de Occidente resbalaban sobre la intransigencia de la China dormida, sin lastimarla.

Sobrevinieron los acontecimientos de 1904 y la victoria de Japón sobre Rusia. No obstante, la raza japonesa representaba la más fantasiosa y paradójica de todas las naciones orientales. Dotada de una curiosa receptibilidad para todo lo que pudiera ofrecer Occidente, el Japón asimiló rápidamente las ideas occidentales, las digirió y las aplicó tan hábilmente que se encontró, de pronto, armado de pies a cabeza. Convertido en una potencia mundial. No podríamos explicar esta receptividad particular del Japón a la cultura extranjera de Occidente, fenómeno tan incomprensible como ciertas anomalías biológicas observadas en el reino animal.

Después de la derrota decisiva infligida al Gran Imperio Ruso, el Japón no tardó nada en soñar por su propia cuenta con un imperio colosal. Había hecho de Corea un granero de abundancia y una colonia: los privilegios obtenidos por tratado y una diplomacia de zorro le dieron el monopolio de Manchuria. Todavía no satisfecho volvió sus ojos hacia China. Allá existía un territorio conteniendo los más hermosos depósitos conocidos de carbón y hierro, esqueleto de las civilizaciones occidentales. Después de los recursos naturales, el factor más importante de la industria es la mano de obra. En este territorio vivía una población de cuatrocientos millones de almas, o sea un cuarto de la población mundial en esa época. Además, los chinos son excelentes trabajadores, sin contar con su filosofía o religión fatalista y su impasible constitución nerviosa hace de ellos soberbios soldados cuando son orientados convenientemente. Es inútil decir que el Japón estaba dispuesto a proveer de la dirección adecuada. CONTINUAR LEYENDO

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