Llevábamos entonces
cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz.
Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a
ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un
pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a
punto de desaparecer.
No pude reprimir un
grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con
grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar
a través de las cosas y de las personas.
Mi vida desdichada
se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido
que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me
inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido
mirándome con marcada indiferencia. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo
consigues…“ No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en
nuestra casa.
No fui la única en
sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me
ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido
gozaba teniéndolo allí.
Desde el primer día
mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero
húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él
pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se
acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora
se acostaba. CONTINUAR LEYENDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario