En un escenario vital que va tan rápido y que se acelera progresivamente, enganchado enfermizamente a las dinámicas de productividad y rentabilidad, se olvida en muchas ocasiones el valor de la pausa y la lentitud y, asociado a él, el de la curiosidad y el asombro. Al aceptar sin cuestionamiento la aceleración de cualquier actividad y proceso vital, se pierde, también, la capacidad para detenernos y contemplar nuestro paisaje interior y exterior.
En este contexto, altamente tecnologizado y dominado por las pantallas y por el auge de la inteligencia artificial, la importancia de las humanidades -en particular de la filosofía- cobra un papel central, imprescindible, insustituible en términos individuales y sociales. Cuando alcanzamos la valentía para pensar nuestro mundo y nuestra circunstancia concreta, con ello impedimos igualmente ser víctimas de la perversa polarización y de la constante hiperestimulación a la que nuestros sentidos y nuestro intelecto quedan expuestos. Cuando todo va más rápido, resulta más sencillo caer en las garras de la manipulación, tanto emocional como intelectual.
Por todo ello deberíamos preguntarnos por la paulatina erosión que la filosofía y la ética, como disciplinas académicas, sufren en los planes académicos de los estudiantes. Sobre todo en el caso de los más jóvenes (en la educación secundaria); en paralelo, en el ámbito universitario, disciplinas como las filologías, la música o la historia del arte están sufriendo serios varapalos propiciados por el imperativo del provecho y del rendimiento. Ya lo denunció Friedrich Schiller hace más de dos siglos: «La utilidad es el gran ídolo de nuestra época, y a él deben complacer todos los poderes y rendir homenaje todos los talentos» (Cartas sobre la educación estética de la humanidad).
Se pide a los jóvenes que tengan más criterio propio y piensen por sí mismos mientras las humanidades sufren una silenciosa merma en la enseñanza. El conocimiento no puede ser esclavo del sistema productivo. Una educación que sólo enseña lo útil sólo sirve para servir sin pensar. No se trata de enseñar en las aulas, desde la niñez, la historia de la filosofía. En términos de psicología evolutiva, hay conceptos complejos (como los de belleza, justicia, igualdad, bondad o verdad) que necesitan cierto recorrido experiencial y un alto grado de madurez cognitiva para ser comprendidos, discutidos o desarrollados. Sin embargo, sí se puede mostrar, fomentar y educar en la actitud filosófica. Este es el punto clave. Porque, como apuntó Kant, no consiste en enseñar pensamientos, sino en invitar a pensar. CONTINUAR LEYENDO
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