El paso previo lo constituye la oralidad, que una vez se aprende a leer, la lectura se vuelve indispensable. La libertad se va perdiendo como causa de las imposiciones provenientes de las necesidades de la escuela y los requerimientos del entorno social.
Como bien lo afirma Rutger Bregman en su libro Utopía para realistas, las escuelas y universidades se han convertido no más que en fábricas, “…lo que cuenta es lograr los objetivos”, dice. En consecuencia, hemos convertido a nuestros niños y jóvenes en frías estadísticas. En lo que atañe a la lectura, que es el punto de esta reflexión, mucho menos se ha podido evitar la tentación.
Las cifras al respecto son abundantes y concluyentes. Muchas instituciones gubernamentales y no gubernamentales han destinado tiempo y dinero para tratar de descubrir los hábitos de lectura entre los jóvenes durante un año, con el fin de desarrollar metodologías y programas con los cuales se puede promover su incremento. Ante lo catastrófico de las cifras, los colegios y las universidades entran en un debate sempiterno del que terminan extrayendo conclusiones vagas, las cuales se convierten después en objetivos a cumplir, que al final del año dan por alcanzados con resultados equívocos que no hacen más, en algunos casos, que soliviantarles la conciencia.
Quién puede afirmar acaso que a los jóvenes no les gusta que les narren una historia, un cuento, una película. El comienzo de todas las culturas se centró en el círculo en el que todos se reunían a escuchar. Luego, cuando apareció la escritura y después la imprenta, sigue siendo la oralidad la que permite que lo impreso llegue a todos los rincones, pues siempre hay alguien que le cuente a otro acerca de las emociones y las sensaciones que le produjo la lectura de tal o cual libro. CONTINUAR LEYENDO
Fuente: elespectador.com
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