Tan pronto la voz del cura se extinguió y el silencio reinó de nuevo en el interior de la pequeña iglesia, los hombres se movieron hacia el ataúd y lo levantaron con cuidado del banco de madera en donde había reposado hasta ese instante. Eduardo no fue de los que se apresuraron a cumplir aquel deber. Durante la breve ceremonia había permanecido abstraído de cuanto le rodeaba y solo cuando alguien le rozó al pasar, comprendió que la intervención del cura había terminado y se iniciaba ahora la marcha hacia el cementerio.
Se apartó un poco para dejar pasar a los que llevaban el féretro y comenzó a bajar las gradas de la iglesia. A su lado, el ataúd se balanceaba inquietantemente a medida que los hombres descendían vacilantes. Un traspié, un paso en falso, provocarían sin duda una catástrofe. Eduardo meditó objetivamente sobre tal posibilidad, porque observaba cuanto ocurría a su alrededor como contempla un espectador el escenario: atento al desarrollo de la trama y secretamente confiado en un final sorpresivo y dramático.
Pero nada extraordinario sucedió. Los hombres alcanzaron sudorosos el nivel de la calle y respiraron con satisfacción. Se detuvieron unos instantes, se organizaron de nuevo y reanudaron la marcha tranquilos y aliviados.
Frente a la iglesia, el reloj de la plaza cantó seis sonoras campanadas… Las seis: hacía justamente nueve horas que había muerto y a Eduardo le sorprendió aquella cronométrica exactitud. A su padre sin duda le habría gustado saber que todo se había realizado a su debido tiempo. Que cada quien había cumplido a cabalidad su obligación. Pero ya al viejo no podría alegrarlo eso ni ninguna otra cosa en el mundo, porque estaba muerto, para siempre, dentro de aquella caja reluciente de caoba que se balanceaba suavemente a su lado.
Si hurgaba en su memoria, allá en lo más profundo de su reminiscencia, la primera noción que conservaba de la existencia de su padre se confundía con una voz aterradora que tronaba por encima de su cabeza mientras él corría a guarecerse en el regazo tibio de la madre… Aquella escena debió repetirse muchas veces porque, al recordarla, la asociaba con diferentes acontecimientos de su infancia… Las primeras lecciones de equitación (el viejo azotándose furiosamente las botas con una fusta flexible: “algún día haré un hombre de esta mujercita!”… y el terror del niño al lomo inseguro del caballo)… O el primer disparo con la escopeta de caza, apenas sostenida entre sus manos temblorosas (la voz iracunda del padre a sus espaldas: “Aprieta el gatillo de una vez, cobarde!”…) O el chapuzón inesperado en el mar, y la angustia de sumergirse hasta el fondo, y los gritos mudos bajo el agua, y la risa odiosa del viejo en lo alto del trampolín…
Una mano se apoyó en el hombro de Eduardo y una voz dijo a su espalda: “Le acompaño en su sentimiento, joven”. “Gracias, muchas gracias”, respondió sobresaltado. ¿Sería la expresión de su rostro adecuada a las circunstancias?… ¿Estaba dándole a toda aquella gente la impresión de una pena honda, aunque discretamente expresada?… Tal vez debía pedirle a uno de los hombres que le permitiera cargar en su lugar el ataúd… Sí, sin duda era algo así lo que todos esperaban de él… CONTINUAR LEYENDO
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