lunes, 24 de septiembre de 2018

La señorita campesina. Un cuento de Alexander Pushkin

En una de nuestras provincias alejadas se encontraban las propiedades de Iván Petróvich Bérestov. De joven sirvió en la guardia, se retiró a principios del año 1797, se marchó a su pueblo y desde entonces no había salido de allí. Se casó con una noble de familia pobre que murió al dar a luz, mientras él se encontraba en un campo apartado. Los ejercicios de la administración de la finca no tardaron en consolarle. Hizo una casa según su propio proyecto, construyó una fábrica de paños, triplicó los beneficios y empezó a considerarse el hombre más inteligente de toda la región, cosa que no discutían los vecinos, que visitaban su casa con sus familias y perros. Los días de diario llevaba una chaqueta de terciopelo de algodón, los días de fiesta se ponía una levita de paño de fabricación casera; él mismo llevaba las cuentas y no leía nada, excepto las Noticias del Senado. Por lo general la gente lo quería, aunque se le juzgaba orgulloso. El único que se llevaba mal con él era Grigory Ivánovich Múromsky, su vecino más cercano. Era este un verdadero señor ruso. Habiendo dilapidado en Moscú la mayor parte de sus bienes, y ya viudo para aquella época, se marchó a su última aldea, donde siguió haciendo diabluras, pero ya de una manera nueva. Hizo un parque inglés que le hacía gastar casi todo el resto de sus ingresos. Sus mozos de cuadra vestían como jockeys ingleses. Su hija tenía una institutriz inglesa. Explotaba sus tierras según el método inglés; «pero a la manera extraña no nace el trigo ruso» y pese a la considerable disminución de los gastos, los ingresos de Grigory Ivánovich no aumentaban; incluso en el campo encontraba la manera de contraer nuevas deudas; con todo, tenía fama de hombre bastante listo, ya que fue el primero de los terratenientes de su provincia que tuvo la idea de hipotecar sus propiedades al Consejo Tutelar: operación que por entonces parecía extraordinariamente compleja y osada. Entre la gente que lo censuraba era Bérestov quien se expresaba con más severidad. El odio a las innovaciones constituía el rasgo distintivo de su carácter. No podía hablar con indiferencia de la anglomanía de su vecino y a cada minuto encontraba la ocasión para criticarlo. Si enseñaba sus propiedades a un vecino, al responder a las alabanzas de su buena administración, decía con una pícara sonrisa: «Pues sí, no es como en casa de mi vecino Grigory Ivánovich. ¡Qué vamos a poder arruinarnos a la inglesa! No aspiramos más que a poder comer a la rusa». Estas y otras bromas similares gracias a la solicitud de los vecinos llegaban a conocimiento de Grigory Ivánovich con añadiduras y explicaciones. El anglómano aguantaba la crítica con la misma impaciencia que nuestros periodistas. Rabiaba, y puso a su Zoilo el mote de oso y provinciano. CONTINUAR LEYENDO

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