Sentados uno a cada lado de la cama matrimonial, Jana Rietter y yo velamos al herido. La luz amarilla de la lámpara a querosén le da un aspecto fantasmal a la habitación. Pese a los grandes ventanales de la casa abiertos de par en par, el calor sigue siendo insoportable en la medianoche. Siento la camisa empapada de sudor en la espalda y el pecho.
De a ratos, Rietter se mueve, dice cosas ininteligibles con voz pastosa y gutural, como si las palabras salieran del fondo de un pozo. Entonces ella se inclina un poco sobre él y le pone un paño recién humedecido en la frente. Eso lo calma.
La penumbra me permite mirarla sin quedar en evidencia.
Jana tiene cara de pájaro: ojos pequeños, redondos, un poco separados entre sí, brillantes; boca chica y labios finos; cuello largo. De haber sido un pájaro no hubiera sido uno demasiado bello, el color de su pelo es de un amarillo apagado y tiene la voz un poco ronca. En cambio, como mujer es bonita. Con una belleza un tanto excéntrica, es cierto: hay que acostumbrarse a verla para encontrarla linda. Seguramente porque es muy distinta a las mujeres de por acá.
La primera vez que la vi me resultó indiferente y recuerdo que me alegré de que fuera así: pensé que era mejor para ella, para el marido y para todos. Una mujer apetitosa en un ambiente puramente masculino a la larga solo trae disgustos.
De tanto en tanto ella me mira y sonríe. Supongo que es su manera de agradecerme que permanezca a su lado. O al de su esposo.
Debajo de las vendas sucias de sangre y permanganato, a la altura del muslo, la pierna de Rietter es un amasijo de carne y tejidos rotos. Debe dolerle mucho. Si no se hubiese tomado una botella entera de whisky, estaría en un solo grito. Sin embargo, no nos ha permitido llamar al médico. No hay que armar tanto alboroto, dijo.
El alemán Rietter llegó con su esposa hace poco menos de un año para ocupar el puesto de capataz de la maderera. El anterior tuvo un accidente con una de las máquinas. Llevo la contabilidad y manejo a los obreros. Soy la mano derecha de Rietter como lo fui del otro. Fui quien los recibió y los ayudó a acomodarse en la casa que la empresa destina a los capataces. La única casa, pues el resto de los empleados vivimos en unas barracas precarias hechas con madera. CONTINUAR LEYENDO
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