La profesora, armada con tizas de colores, suma fracciones en el gran encerado, enmarcado en madera rústica, que cubre la pared frontal de la clase. Los niños de cuarto grado, de 9 y 10 años, hacen sus cuentas en los pupitres con lápiz y cuartillas. El aula está forrada de papeles: mensajes, horarios, trabajos de los alumnos. Ninguno ha salido de una impresora. Nada, ni siquiera los libros de texto, que elaboran los propios niños a mano, ha sido realizado por ordenador. No hay detalle alguno en esta clase que pudiera desentonar en los recuerdos escolares de un adulto que asistió al colegio el siglo pasado. Pero estamos en Palo Alto. El corazón de Silicon Valley. Epicentro de la economía digital. Hábitat de quienes piensan, producen y venden la tecnología que transforma la sociedad del siglo XXI.
Escuelas de medio mundo se esfuerzan por introducir ordenadores, tabletas, pizarras interactivas y otros prodigios tecnológicos. Pero aquí, en el Waldorf of Peninsula, colegio privado donde se educan los hijos de directivos de Apple, Google y otros gigantes tecnológicos que rodean a esta antigua granja en la bahía de San Francisco, no entra una pantalla hasta que llegan a secundaria.
“No creemos en la caja negra, esa idea de que metes algo en una máquina y sale un resultado sin que se comprenda lo que pasa dentro. Si haces un círculo perfecto con un ordenador, pierdes al ser humano tratando de lograr esa perfección. Lo que detona el aprendizaje es la emoción, y son los humanos los que producen esa emoción, no las máquinas. La creatividad es algo esencialmente humano. Si le pones una pantalla a un niño pequeño limitas sus habilidades motoras, su tendencia a expandirse, su capacidad de concentración. No hay muchas certezas en todo esto. Tendremos las respuestas en 15 años, cuando estos niños sean adultos. ¿Pero queremos asumir el riesgo?”, se pregunta Pierre Laurent, padre de tres hijos, ingeniero informático que trabajó en Microsoft, Intel y diversas startups, y ahora preside el patronato del colegio.
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