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sábado, 16 de agosto de 2025

"REÍR A LÁGRIMA VIVA". Irene Vallejo

Grabado a fuego en la memoria, con trazos más imborrables que tus penas o alegrías, arde el recuerdo de las veces en que hiciste el ridículo. Todavía te escuecen aquellas carcajadas y aquella vergüenza. Durante la adolescencia —nuestra zambullida hormonal en el melodrama y el malditismo—, aprendemos a temer la burla ajena por encima de todas las cosas, y nos adentramos en la edad adulta demasiado serios y envarados. Pasa el tiempo y seguimos sin saber afrontar nuestras imbecilidades y nuestros tierra trágame, el espectáculo cómico que somos para los demás. Aprender a reírnos de nuestros propios desastres es un recurso elegante para momentos bochornosos; en palabras de Boris Vian, la cortesía de la desesperación.

Entre los antiguos griegos circuló la epopeya humorística Margites, atribuida al mismísimo Homero, una parodia de la Ilíada y la Odisea. Por alusiones de otros autores sabemos que el tal Margites era tan torpe que fracasaba en todo: un auténtico dechado de despropósitos. De ese famoso personaje, escribió Aristóteles, procede la estrambótica familia de la comedia. Pese a su importancia, el poema no se conservó. También en la filosofía salió perdiendo la risa frente a la melancolía. Se contaba que el sabio Heráclito lucía siempre una cara adusta y ceñuda, porque la condición humana le parecía triste; en cambio Demócrito, que albergaba una opinión similar sobre sus congéneres, se mostraba risueño. De los dos, Demócrito ha sido el más vilipendiado. Su obra se perdió, a excepción de algunos fragmentos, como si todo pensar debiera ser serio y la razón no supiera reír.

Hace veinte siglos el romano Ovidio osó incluir en sus Amores un asunto incómodo del repertorio erótico. Lo abordó en verso y con gracia, invitándonos a relajarnos y asumir sin complejos nuestras incompetencias: “¡Qué gozos no me imaginé en mi mente callada, con qué posturas no estuve fantaseando! Junto a la chica, sin embargo, mi miembro yacía como si hubiera muerto antes de tiempo, más marchito que una lechuga cortada el día anterior”. Desde el flirteo hasta el sexo, es saludable tomarse con humor los tropiezos, las torpezas, las lorzas, el miedo, la aceleración incontrolada, los estragos del cansancio, los ruidos intempestivos y las explosiones del cuerpo, las acrobacias fallidas, la desincronización o el hilillo de saliva que resbala justo cuando tu pareja te mira dormir. Que nadie es perfecto, ya lo sentenció Billy Wilder. Ni los clásicos ni los contemporáneos. Pero no olvidemos que ser irreverente tiene un precio: Ovidio acabó en el exilio.

El humor es una herramienta afilada —y arriesgada— para desnudar emperadores y denunciar la crueldad de tantas injusticias. El autor norteamericano Kurt Vonnegut escribió: “Ante el miedo o la desgracia, uno puede llorar o reír. Yo prefiero reír porque luego no hay que pasar la fregona”. En su obra más célebre, Matadero cinco, narró su experiencia en la segunda guerra mundial —así, sin mayúsculas—, entre soldados casi niños, prisioneros de los alemanes y testigos del brutal bombardeo aliado de Dresde. Kurt prometió que en su descarado relato no habría ningún papel para los John Wayne del mundo y nos legó una novela estrafalaria de horror y risa, tiernamente terrible, con grandes dosis de sátira y sinsentido, incluyendo platillos voladores y abducciones extraterrestres al planeta Tralfámador. Así, disolviendo la épica en el desamparo y el despropósito, logró uno de los alegatos pacifistas más impactantes de la literatura.

En el sexo como en la guerra, el humor puede ser —al menos— tan crítico y profundo como la seriedad. Bajo los discursos más grandilocuentes se esconden la roña, los piojos y el olor a meado en las trincheras. Las hilarantes Armas al hombro, de Chaplin; Ser o no ser, de Lubitsch; o La vida es bella, de Benigni, retratan a protagonistas patosos y desvalidos que con sus torpezas desvelan el absurdo de la violencia. Vonnegut exclamó: “Qué tonto habría sido permitir que el respeto por mí mismo interfiriera con mi felicidad”. Reír es una forma de repudiar las barbaridades y protegernos de nuestras vanidades. Tal vez no haya nada más ridículo que tomarse demasiado en serio.

martes, 20 de octubre de 2015

Marcela Carranza: “La lectura literaria es una actividad que se da en libertad o no se da”

La cordobesa (Argentina) Marcela Carranza (1968) es maestra, licenciada en letras y máster en libros y literatura para niños por la Universidad Autónoma de Barcelona. Colaboradora frecuente de revista Imaginaria, dicta talleres de escritura para docentes en formación y dirige coordina la Biblioteca Infantil y Juvenil Juanito Laguna. Entre los días 27 y 28 de octubre será una de las expositoras del simposio de Troquel: Libros y lecturas para la infancia y dictará la charla “La mirada poética y la resurrección del mundo”. En esta entrevista dialogamos, entre varios temas, sobre poesía infantil, ideología y humor.
"El hablar del “niño-que-juega” es comprender que el arte, la literatura (que es el arte de las palabras) está muy cercano al juego. Como el juego, la lectura literaria es un fin en sí misma. El juego, dice Johan Huizinga en Homo ludens, nunca puede darse por mandato. El arte, el juego, la lectura literaria son actividades que se dan en libertad o no se dan. Juan José Saer dice que la experiencia estética (y la lectura literaria lo es, o debería serlo) es un modo radical de libertad. El problema es si el adulto puede aceptar esto cuando se trata de un niño. ¿Está dispuesto a otorgar esa libertad al niño lector? El arte, la literatura, el juego exigen aceptar lo imprevisible, lo que está fuera de control. Dejar alzar la voz del otro, dejar libertad a sus lecturas personales y únicas, saber escuchar a los lectores. Todo esto exige pensar la literatura para el “niño-que-juega” y no para el “niño-alumno”. Son formas muy diferentes de concebir los libros, de comprender el acto de la lectura y de relacionarse con los niños concretos en el día a día. Un lector que juega, es un lector que crea, explora e interpreta en libertad. Para algunos adultos es muy difícil aceptar esto."
"La literatura, entonces, no sirve para transmitir verdades de ningún tipo, ni siquiera las más “progresistas” o aceptadas como más valiosas en un momento social dado. La literatura desarma, descompone, mueve el piso, es un continuo poner en entredicho, desmantelar verdades y dogmas. Por lo tanto, no resulta útil en el sentido de instalar una verdad o reforzar una certeza, sea del color que sea. Querer dejar una enseñanza con un texto artístico es relegar al arte a un segundo plano, el de un vehículo atractivo para la transmisión de lo que realmente importa: el mensaje en cuestión. No es que esté mal enseñar cosas a los niños, pero la literatura, el arte no están para eso."
"Si tomo un buen libro (no hablemos de elegir un libro de esos hechos ad hoc para el tratamiento de un tema de moda) y lo utilizo para resolver alguna problemática psicosocial (lo que podríamos llamar “autoayuda”) estoy actuando en dos sentidos: el libro es reducido a una lectura unívoca impuesta por el adulto y por lo tanto es ignorado en su multiplicidad de sentidos, en su riqueza literaria; y por otro lado, coarto la libertad del lector, no escucho al otro, lo manipulo para que supuestamente (porque los lectores a veces ejercen su libertad en silencio) lea en aquel texto lo que yo quiero que lea. Este, aunque las intenciones sean buenas, no deja de ser un gesto autoritario por parte del docente, del padre, del bibliotecario o quien sea el adulto que acompaña al niño."
"los libros no están hechos para enseñar a pensar tal o cual cosa, sino que nos ofrecen la posibilidad de pensar por nosotros mismos."
"Por la literatura, por el arte, vivimos la vacilación de todo aquello que creemos conocer y saber. Es un camino a lo posible, y allí radica su incomodidad y su libertad. Esa forma extrema de libertad que es la experiencia estética."
Fuente: TROQUEL, Centro de Estudios. Fundación Lafuente (troquel.cl/blog/)